miércoles, 7 de marzo de 2012

Bicicleta, cuchara, manzana



Hoy hablo de Alzheimer. Y no como médico -o, mejor dicho, como estudiante de Medicina- ni, por suerte, como enfermo o familiar o amigo de alguno. Hablo de Alzheimer como espectador. ¿Espectador? Sí, espectador de "Bicicleta, cuchara, manzana" (2010), el documental de Carlos Bosch que ayer tuve el placer de ver cómodamente sentado en mi sofá en el programa Versión Española, en La 2 -para que luego digan que la televisión pública sobra.

"Bicicleta, cuchara, manzana" cuenta la historia de un personaje que todos los que leéis estas líneas conocéis de sobra: Pasqual Maragall. Pero no nos cuenta la historia del Pasqual Maragall alcalde de Barcelona e impulsor de los JJOO de 1992, ni del Pasqual Maragall capitaneando la Generalitat a través del farragoso asunto del Estatut. Nos cuenta la historia del Pasqual Maragall que en octubre de 2007 dio una rueda de prensa en el Hospital Sant Pau para lanzar un mensaje sencillo y contundente: tengo Alzheimer y voy a luchar contra él. Carlos Bosch disecciona en su película, con una generosidad y una claridad brutales, la lucha de la familia Maragall contra el Alzheimer no sólo de Pasqual, sino de todos los enfermos, a través de la creación de la fundación que lleva su nombre. Pero esto es asunto de la crítica cinematográfica y de los cinéfilos. 


Pasqual Maragall en una consulta con su
doctora durante la película
Hoy saco a colación esta película porque me ha removido dentro ideas de esas que uno tiene como adormecidas. Ideas que se pueden intuir, casi tocar, pero que necesitan de un golpe, de un jarro de agua fría, de un impacto sordo para salir a la luz. Y de estas ideas que se desprenden de una enfermedad tan compleja y presente como el Alzheimer quería hablar en estas y otras pocas entradas más en el blog, que por otro lado estaba ya tristemente abandonado.



De lo primero que quería hablar a propósito de la película es de la importancia de la cultura. No de la culturilla general ni de la cultura de museos y galerías. No hablo de eso que ahora llaman cultura democrática ni de la cultura de galas y ceremonias. Hablo de la cultura como el conjunto de conocimientos que una sociedad posee y que intenta expandir y conservar. La cultura como seguridad y como base para enfrentarse a los problemas. Y en el caso del Alzheimer hablo de la cultura científica, claro está: de comprender la importancia de saber más de esta enfermedad, de la clave que supone para la sociedad descubrir fármacos que puedan frenarla, de intentar dar una esperanza a los enfermos. Pero esta técnica científica no viene de la nada. Las herramientas médicas aparecen de otra cultura: la cultura de saber, de no ser ignorantes. 

Es fundamental que los jóvenes entiendan -entendamos- que el Alzheimer no es cosa de otros. Que todos nos hacemos viejos y que nosotros también olvidaremos. Que en un mundo cada vez más y más envejecido el Alzheimer no es una anécdota, es una amenaza. No solo veremos a nuestros padres desorientarse por su propia casa en el final de sus vidas, sino que nuestros propios maridos y esposas nos mirarán a la cara y no veremos ni una vaga huella de amor en sus ojos, porque se habrán olvidado de querernos. Nosotros mismos vivimos bajo la amenaza de perdernos en nuestros recuerdos, de olvidar a nuestros hijos y a todos los que nos amaron. A todos los lugares donde fuimos felices y desgraciados.

Ahora que todos hablamos sin pudor de aquello de que gastamos por encima de nuestras posibilidades -como si alguna vez hubiésemos tenido muchas-, de la relativa necesidad de una educación para todos, de la futilidad de las inversiones en ciencia -y en científicos-. Ahora que todos estamos asustados por nuestros bolsillos -no sin razón, claro está- tenemos la obligación de no olvidarnos. Por nosotros y por los que no pueden ni podrán recordar más. El deber de informarnos, de saber, de querer saber. De luchar, como lucha la familia Maragall y la de otros tantos enfermos de Alzheimer. De denunciar la falta de pudor con la que cercenamos recursos necesarios y con la que ignoramos hechos vitales.

Tenemos la obligación de saber más y de saber mejor, antes de que arrojemos el Alzheimer en un pozo de olvido al que acabaremos por caer nosotros al final.




En la próxima entrada, más.

No hay comentarios: