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martes, 3 de abril de 2012

Los besos del olvido



Bueno, al fin he vuelto de mi periplo italo-esloveno-croata con mis compañeros aspirantes a médicos (experiencia que habrá que recoger aquí un día de estos) y toca retomar el mundo real, y con ello este blog. Y antes de empezar con nuevas historias, hay que acabar con las que se quedaron abiertas. 

Creo recordar que el último día seguía hablando de la enfermad de Alzheimer a propósito del documental "Bicicleta, cuchara, manzana", que narra la vivencia de esta enfermedad a través de Pasqual Maragall. Anteriormente había hablado de la responsabilidad que tenemos los demás para con los enfermos a través del conocimiento, y para con nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un lugar mejor, ahora y en el futuro, fortaleciendo nuestros recuerdos. Y después de hablar de qué hacer antes y durante, también hay que hablar de qué ocurre al final. Porque a pesar de la esperanza, el Alzheimer avanza devastando nuestra memoria hasta introducirnos en un mundo que es el nuestro y a la vez es extraño y ajeno. Es difícil que yo pueda contar cómo es algo tan diferente que no he vivido, así que lo haré como mejor sé hacer las cosas: contando una historia.


"Era el corazón del mediodía. Fuera del hospital, un calor sofocante acallaba los pensamientos de los escasos transeúntes, que gastaban todos sus esfuerzos en poder caminar sin desfallecer, empapados en chorros de sudor. En la habitación 2.17, las persianas están bajadas y apenas un hilo de luz que se cuela por una rendija ilumina la estancia. Cerca de la puerta, Julia duerme mientras se esfuerza por respirar a través de sus desgastados pulmones. Junto a la ventana, Carmen tiene los ojos muy abiertos y mira al techo con tranquilidad absoluta. Alrededor de su cama, el joven médico que acaba de llegar al servicio la observa con media sonrisa mientras le comprueba las constantes vitales. No puede hacer mucho más. Carmen tiene un Alzheimer avanzado con mutismo que la impide decir una sola palabra. No importa quién o qué le pregunte. Ella solo mira a la nada y nunca contesta. 
El médico habla con un par de estudiantes que le acompañan sobre el estado de Carmen, y ella solo escucha un murmullo lejano en la caliente oscuridad de la habitación mientras sigue observando fijamente el techo. Se hace un silencio incómodo y placentero a la vez. Los tres hombres con bata observan a Carmen un rato más, pensando cuál será el momento adecuado de marcharse en una conversación sin señas ni palabras. Entonces, se abre la puerta de la habitación y la estruendosa luz del pasillo irrumpe en la escena. Envuelto en el más pulcro de los silencios, entra Manuel. Camina encorvado, sujetando un periódico bajo el brazo, que seguramente haya comprado en el quiosco que hay a la salida del hospital. Cierra la puerta sin prisa y se abre camino por la habitación con pasos cortos. Sortea a los estudiantes y se para junto a la cama de Carmen. Deja el periódico sobre la mesilla y encima coloca con cuidado su boina caqui. Antes de preguntar nada a nadie, mira a Carmen. Ya son muchos años juntos, tantos que no lo recuerda. En mitad del clamoroso silencio de la habitación, arropado por la calima, se acerca a Carmen y la besa. Despacio. Muy largo.
Una luz que viene de ninguna parte inunda entonces la habitación. El médico y los estudiantes se miran y se sonríen para sus adentros. Después, Manuel pregunta por su mujer. El doctor intenta explicarle cómo se encuentra, aunque Manuel no lo recordará mucho tiempo, ya que también tiene principio de demencia. A los pocos minutos, el médico y los estudiantes salen y cierran cuidadosamente la puerta. Aunque no han hecho nada, se sienten un poco mejor consigo mismos, y dejan en la ardiente oscuridad de la habitación a Carmen y Manuel, compartiendo esa extraña ausencia de sus últimos días."


Esta historia, lo creáis o no, es tan cierta como el aire que respiramos. No es mi intención incurrir en la sensiblería barata con este cuentecillo. Solo pretendo, primero, trasladaros algo que he vivido y que me ha enseñado mucho en pocos minutos. Segundo, y más importante, intentar hacer saber que aún en la peor de las circunstancias, en los días más grises, incluso en aquellos que uno sabe que no tienen vuelta atrás, podemos ser mejores y más sencillos.

Incluso en la pavorosa oscuridad del Alzheimer, en ese vacío de la memoria, se puede, al final de todo, en una manera extraña y confusa, ser feliz.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Bicicleta, cuchara, manzana



Hoy hablo de Alzheimer. Y no como médico -o, mejor dicho, como estudiante de Medicina- ni, por suerte, como enfermo o familiar o amigo de alguno. Hablo de Alzheimer como espectador. ¿Espectador? Sí, espectador de "Bicicleta, cuchara, manzana" (2010), el documental de Carlos Bosch que ayer tuve el placer de ver cómodamente sentado en mi sofá en el programa Versión Española, en La 2 -para que luego digan que la televisión pública sobra.

"Bicicleta, cuchara, manzana" cuenta la historia de un personaje que todos los que leéis estas líneas conocéis de sobra: Pasqual Maragall. Pero no nos cuenta la historia del Pasqual Maragall alcalde de Barcelona e impulsor de los JJOO de 1992, ni del Pasqual Maragall capitaneando la Generalitat a través del farragoso asunto del Estatut. Nos cuenta la historia del Pasqual Maragall que en octubre de 2007 dio una rueda de prensa en el Hospital Sant Pau para lanzar un mensaje sencillo y contundente: tengo Alzheimer y voy a luchar contra él. Carlos Bosch disecciona en su película, con una generosidad y una claridad brutales, la lucha de la familia Maragall contra el Alzheimer no sólo de Pasqual, sino de todos los enfermos, a través de la creación de la fundación que lleva su nombre. Pero esto es asunto de la crítica cinematográfica y de los cinéfilos. 


Pasqual Maragall en una consulta con su
doctora durante la película
Hoy saco a colación esta película porque me ha removido dentro ideas de esas que uno tiene como adormecidas. Ideas que se pueden intuir, casi tocar, pero que necesitan de un golpe, de un jarro de agua fría, de un impacto sordo para salir a la luz. Y de estas ideas que se desprenden de una enfermedad tan compleja y presente como el Alzheimer quería hablar en estas y otras pocas entradas más en el blog, que por otro lado estaba ya tristemente abandonado.



De lo primero que quería hablar a propósito de la película es de la importancia de la cultura. No de la culturilla general ni de la cultura de museos y galerías. No hablo de eso que ahora llaman cultura democrática ni de la cultura de galas y ceremonias. Hablo de la cultura como el conjunto de conocimientos que una sociedad posee y que intenta expandir y conservar. La cultura como seguridad y como base para enfrentarse a los problemas. Y en el caso del Alzheimer hablo de la cultura científica, claro está: de comprender la importancia de saber más de esta enfermedad, de la clave que supone para la sociedad descubrir fármacos que puedan frenarla, de intentar dar una esperanza a los enfermos. Pero esta técnica científica no viene de la nada. Las herramientas médicas aparecen de otra cultura: la cultura de saber, de no ser ignorantes. 

Es fundamental que los jóvenes entiendan -entendamos- que el Alzheimer no es cosa de otros. Que todos nos hacemos viejos y que nosotros también olvidaremos. Que en un mundo cada vez más y más envejecido el Alzheimer no es una anécdota, es una amenaza. No solo veremos a nuestros padres desorientarse por su propia casa en el final de sus vidas, sino que nuestros propios maridos y esposas nos mirarán a la cara y no veremos ni una vaga huella de amor en sus ojos, porque se habrán olvidado de querernos. Nosotros mismos vivimos bajo la amenaza de perdernos en nuestros recuerdos, de olvidar a nuestros hijos y a todos los que nos amaron. A todos los lugares donde fuimos felices y desgraciados.

Ahora que todos hablamos sin pudor de aquello de que gastamos por encima de nuestras posibilidades -como si alguna vez hubiésemos tenido muchas-, de la relativa necesidad de una educación para todos, de la futilidad de las inversiones en ciencia -y en científicos-. Ahora que todos estamos asustados por nuestros bolsillos -no sin razón, claro está- tenemos la obligación de no olvidarnos. Por nosotros y por los que no pueden ni podrán recordar más. El deber de informarnos, de saber, de querer saber. De luchar, como lucha la familia Maragall y la de otros tantos enfermos de Alzheimer. De denunciar la falta de pudor con la que cercenamos recursos necesarios y con la que ignoramos hechos vitales.

Tenemos la obligación de saber más y de saber mejor, antes de que arrojemos el Alzheimer en un pozo de olvido al que acabaremos por caer nosotros al final.




En la próxima entrada, más.

martes, 11 de octubre de 2011

La salud mental




Calle del Olmo, 6. Coslada, Madrid

Son las dos de la tarde, suena el despertador. Paz gira su cabeza entre el montón de sábanas y mantas y mira lánguida los números rojos que parpadean en la pantalla. Debería haberse levantado de la cama hace seis horas, la esperaban en la oficina. También la esperaban ayer. Y el día anterior. El teléfono ha sonado muchas veces desde entonces. Seguramente sería el señor Márquez, el jefe. O quizá sólo eran comerciales. No importa mucho en ningún caso. Paz deja sonar el teléfono e, intentado colocarse los indomables rizos, mira al techo con los ojos muy abiertos. Se acuerda todo el rato de Gonzalo. Era su hermano. Murió de un derrame cerebral hace ya casi dos meses. Paz todavía ve sus ojos vivarachos, líquidos, profundos, en mitad de aquella cara repleta de surcos, coronada con mechones de pelo cano. No tiene fuerzas para levantarse de la cama, sólo lo hace un par de veces al día para arrasar la nevera, aunque ya está casi vacía. No tiene ganas de bajar a hacer la compra. Las persianas llevan días sin subirse, el aire fresco hace tiempo que no inunda los balcones de la casa. A Paz le gustaría que la rescatasen de esa pena tan terrible, de esa falta de fuerzas. Pero con casi 60 años, su única vida era cuidar de su hermano mayor, de su Gonzalo. Y se queda entre las sábanas, esperando, en silencio, con las lágrimas secas en las mejillas, sin ánimo para levantarse.



Calle de la Ballesta, 8. Madrid

Adolfo es un hombre ni muy joven ni muy viejo. Vive en un cuarto piso sin ascensor, y cuando entreabre la puerta para entrar o salir sólo se ve dentro oscuridad. Las persianas y las cortinas están bien cerradas, e incluso hay algunas ventanas con tablones claveteados. Sale mucho a pasear, con un conjunto abigarrado, con tejanos raídos y camisas descolocadas de colores pasados. Cuando pasea mueve la cabeza en todas direcciones y musita palabras ininteligibles. Las putas le miran, se sonríen, a menudo algunas, las más viejas, le gritan "¡Adolfo, buenos días!" y él mueve la cabeza torpemente y esboza un saludo con la mano, mientras sigue con su perorata interna. 

Cuando se cruza con alguien en el portal, Adolfo casi nunca saluda y agacha la cabeza, aunque a veces sorprende a doña Blanca, la del primero, con una extraña teoría sobre mundos extraños con sus propios lenguajes, con lejanos habitantes que tienen planes para nuestro planeta Tierra. Después empieza a enumerar las ciudades y los nombres de aquellos galácticos lugares y se interrumpe a sí mismo con sonoras exclamaciones. Doña Blanca, al llegar al primero, mira con lástima a Adolfo y le da una palmadita en la espalda mientras le dice adiós. En lo que tarda en llegar a su casa, Adolfo a veces se cruza con un matrimonio con dos niños pequeños. Los padres colocan sus manos fuertemente sobre los pechos de los niños y les empujan contra la pared opuesta. A veces mascullan un adiós casi susurrado. Adolfo no se entera muy bien de que han pasado. Es mejor así, al fin y al cabo Adolfo es el loco del barrio. Cuando llega al cuarto piso, saca un llavero con un millón de llaves, abre los diez cerrojos que custodian la casa y se encierra a solas con las voces de su cabeza, en la oscuridad, mientras garabatea en unos cuadernos llenos de polvo el lenguaje y las caras de seres de otros planetas.



Carrer de Lladó, 15. Badalona, Barcelona

Antoni tiene 73 años, aunque él no lo sabe. Ahora se sienta en el sillón del comedor del piso de su hija Montse, disfrutando del sol del mediodía. 

Él ya no lo recuerda, pero hace ya casi diez años que mientras daba su habitual paseo hacia la Autopista del Maresme se quedó paralizado, sin saber donde estaba. Estuvo horas vagando sin saber a dónde. Después aparecieron Montse y Guillem, su otro hijo. Se abalanzaron sobre él, llorando, asustados. Desde aquel día Antoni lleva una identificación en la muñeca y un localizador GPS. Aunque ya no se mueve mucho. Con el tiempo, Antoni fue incapaz de vivir en su propia casa, de pagar las facturas, de recordar si ese día había ido al baño o había tomado las pastillas para controlar su tensión. 

Un día, ya no sabe cuándo fue, empezó a vivir con su hija. Con el tiempo, su conversación fue mermando, aunque abrazaba mucho a Montse y sonreía con sus nietos, los hijos de Guillem, cuando venían a visitarles. Después, una tarde, las palabras no vinieron a su cabeza, y pronto unas empezaron a cambiarse por las otras. Las bicicletas se convirtieron en tostadoras y los besos en repúblicas. Mucho después llegó la mañana en que Montse le llevó el desayuno a su padre y éste la miró sorprendido. Montse le llamó repetidas veces. "Qui ets tu?" le contestó. Montse lloró mucho esa mañana, y muchas otra más, pero seguía cuidando de su viejo padre todos los días con esmero: la medicación, el aseo, la comida... 

Hace un par de días Antoni le volcó la bandeja de la comida a su hija y la llamó bastarda. Pero él ya no se acuerda. Ahora empieza un nuevo día en el sillón del comedor de Montse, dejando que el sol le caliente los ancianos huesos. Dentro de diez minutos, Antoni empezará a llorar desconsoladamente sin saber por qué. Montse le mirará desde la cocina con lágrimas de rabia. Después se acercará y lo besará con un amor infinito. Quizá Guillem venga a comer con los niños y se hagan fotos todos juntos, pero el viejo Antoni no lo recordará nunca.



La depresión, la esquizofrenia o el Alzheimer de estas tres historias son sólo tres ejemplos más o menos bien conocidos de las enfermedades que están dentro de ese difuso y enorme campo de la salud mental. Las fobias, las drogodependencias o los trastornos de la personalidad son otros buenos ejemplos. Hoy (ya ayer, porque servidor se maneja con horarios vampíricos) se celebraba al Día Mundial de la Salud Mental. Naturalmente, solo es un símbolo. No se hizo nada que haya cambiado drásticamente la realidad de los enfermos mentales, pero los símbolos importan. Debemos pararnos a pensar sobre estos enfermos a los que no se les ha roto una pierna ni se les ha trasplantado un hígado. A estos enfermos se les ha roto eso que la filosofía y la religión han llamado alma y mente. A estos enfermos se les ha partido el proyecto de vida por la mitad, y las propias características de la enfermedad hacen que queden abandonados, relegados bajo las más variopintas etiquetas: locos, excéntricos, tristes, raros, viejos chochos...

No obstante, algunas de estas enfermedades, como la esquizofrenia, tienen tratamientos eficaces. Otras, como el Alzheimer, siguen a día de hoy un curso terrible e inevitable. Pero de todas ellas se puede hacer una condición mejor. La salud no es sólo cosa de médicos y enfermeros, la salud es cosa de todos. Está en nuestras manos, con compresión y con voluntad, romper las barreras sociales de estos enfermos que se ven atrapados en las cárceles de sus propias mentes. Y ése es un motivo tan bueno como cualquier otro para celebrar un Día Mundial de la Salud Mental.