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martes, 11 de octubre de 2011

La salud mental




Calle del Olmo, 6. Coslada, Madrid

Son las dos de la tarde, suena el despertador. Paz gira su cabeza entre el montón de sábanas y mantas y mira lánguida los números rojos que parpadean en la pantalla. Debería haberse levantado de la cama hace seis horas, la esperaban en la oficina. También la esperaban ayer. Y el día anterior. El teléfono ha sonado muchas veces desde entonces. Seguramente sería el señor Márquez, el jefe. O quizá sólo eran comerciales. No importa mucho en ningún caso. Paz deja sonar el teléfono e, intentado colocarse los indomables rizos, mira al techo con los ojos muy abiertos. Se acuerda todo el rato de Gonzalo. Era su hermano. Murió de un derrame cerebral hace ya casi dos meses. Paz todavía ve sus ojos vivarachos, líquidos, profundos, en mitad de aquella cara repleta de surcos, coronada con mechones de pelo cano. No tiene fuerzas para levantarse de la cama, sólo lo hace un par de veces al día para arrasar la nevera, aunque ya está casi vacía. No tiene ganas de bajar a hacer la compra. Las persianas llevan días sin subirse, el aire fresco hace tiempo que no inunda los balcones de la casa. A Paz le gustaría que la rescatasen de esa pena tan terrible, de esa falta de fuerzas. Pero con casi 60 años, su única vida era cuidar de su hermano mayor, de su Gonzalo. Y se queda entre las sábanas, esperando, en silencio, con las lágrimas secas en las mejillas, sin ánimo para levantarse.



Calle de la Ballesta, 8. Madrid

Adolfo es un hombre ni muy joven ni muy viejo. Vive en un cuarto piso sin ascensor, y cuando entreabre la puerta para entrar o salir sólo se ve dentro oscuridad. Las persianas y las cortinas están bien cerradas, e incluso hay algunas ventanas con tablones claveteados. Sale mucho a pasear, con un conjunto abigarrado, con tejanos raídos y camisas descolocadas de colores pasados. Cuando pasea mueve la cabeza en todas direcciones y musita palabras ininteligibles. Las putas le miran, se sonríen, a menudo algunas, las más viejas, le gritan "¡Adolfo, buenos días!" y él mueve la cabeza torpemente y esboza un saludo con la mano, mientras sigue con su perorata interna. 

Cuando se cruza con alguien en el portal, Adolfo casi nunca saluda y agacha la cabeza, aunque a veces sorprende a doña Blanca, la del primero, con una extraña teoría sobre mundos extraños con sus propios lenguajes, con lejanos habitantes que tienen planes para nuestro planeta Tierra. Después empieza a enumerar las ciudades y los nombres de aquellos galácticos lugares y se interrumpe a sí mismo con sonoras exclamaciones. Doña Blanca, al llegar al primero, mira con lástima a Adolfo y le da una palmadita en la espalda mientras le dice adiós. En lo que tarda en llegar a su casa, Adolfo a veces se cruza con un matrimonio con dos niños pequeños. Los padres colocan sus manos fuertemente sobre los pechos de los niños y les empujan contra la pared opuesta. A veces mascullan un adiós casi susurrado. Adolfo no se entera muy bien de que han pasado. Es mejor así, al fin y al cabo Adolfo es el loco del barrio. Cuando llega al cuarto piso, saca un llavero con un millón de llaves, abre los diez cerrojos que custodian la casa y se encierra a solas con las voces de su cabeza, en la oscuridad, mientras garabatea en unos cuadernos llenos de polvo el lenguaje y las caras de seres de otros planetas.



Carrer de Lladó, 15. Badalona, Barcelona

Antoni tiene 73 años, aunque él no lo sabe. Ahora se sienta en el sillón del comedor del piso de su hija Montse, disfrutando del sol del mediodía. 

Él ya no lo recuerda, pero hace ya casi diez años que mientras daba su habitual paseo hacia la Autopista del Maresme se quedó paralizado, sin saber donde estaba. Estuvo horas vagando sin saber a dónde. Después aparecieron Montse y Guillem, su otro hijo. Se abalanzaron sobre él, llorando, asustados. Desde aquel día Antoni lleva una identificación en la muñeca y un localizador GPS. Aunque ya no se mueve mucho. Con el tiempo, Antoni fue incapaz de vivir en su propia casa, de pagar las facturas, de recordar si ese día había ido al baño o había tomado las pastillas para controlar su tensión. 

Un día, ya no sabe cuándo fue, empezó a vivir con su hija. Con el tiempo, su conversación fue mermando, aunque abrazaba mucho a Montse y sonreía con sus nietos, los hijos de Guillem, cuando venían a visitarles. Después, una tarde, las palabras no vinieron a su cabeza, y pronto unas empezaron a cambiarse por las otras. Las bicicletas se convirtieron en tostadoras y los besos en repúblicas. Mucho después llegó la mañana en que Montse le llevó el desayuno a su padre y éste la miró sorprendido. Montse le llamó repetidas veces. "Qui ets tu?" le contestó. Montse lloró mucho esa mañana, y muchas otra más, pero seguía cuidando de su viejo padre todos los días con esmero: la medicación, el aseo, la comida... 

Hace un par de días Antoni le volcó la bandeja de la comida a su hija y la llamó bastarda. Pero él ya no se acuerda. Ahora empieza un nuevo día en el sillón del comedor de Montse, dejando que el sol le caliente los ancianos huesos. Dentro de diez minutos, Antoni empezará a llorar desconsoladamente sin saber por qué. Montse le mirará desde la cocina con lágrimas de rabia. Después se acercará y lo besará con un amor infinito. Quizá Guillem venga a comer con los niños y se hagan fotos todos juntos, pero el viejo Antoni no lo recordará nunca.



La depresión, la esquizofrenia o el Alzheimer de estas tres historias son sólo tres ejemplos más o menos bien conocidos de las enfermedades que están dentro de ese difuso y enorme campo de la salud mental. Las fobias, las drogodependencias o los trastornos de la personalidad son otros buenos ejemplos. Hoy (ya ayer, porque servidor se maneja con horarios vampíricos) se celebraba al Día Mundial de la Salud Mental. Naturalmente, solo es un símbolo. No se hizo nada que haya cambiado drásticamente la realidad de los enfermos mentales, pero los símbolos importan. Debemos pararnos a pensar sobre estos enfermos a los que no se les ha roto una pierna ni se les ha trasplantado un hígado. A estos enfermos se les ha roto eso que la filosofía y la religión han llamado alma y mente. A estos enfermos se les ha partido el proyecto de vida por la mitad, y las propias características de la enfermedad hacen que queden abandonados, relegados bajo las más variopintas etiquetas: locos, excéntricos, tristes, raros, viejos chochos...

No obstante, algunas de estas enfermedades, como la esquizofrenia, tienen tratamientos eficaces. Otras, como el Alzheimer, siguen a día de hoy un curso terrible e inevitable. Pero de todas ellas se puede hacer una condición mejor. La salud no es sólo cosa de médicos y enfermeros, la salud es cosa de todos. Está en nuestras manos, con compresión y con voluntad, romper las barreras sociales de estos enfermos que se ven atrapados en las cárceles de sus propias mentes. Y ése es un motivo tan bueno como cualquier otro para celebrar un Día Mundial de la Salud Mental.

domingo, 16 de enero de 2011

De locos y alambradas



El otro día, aprovechando la indiferencia que me causan las prácticas de ciertas asignaturas, opté por quedarme en casa y madrugar un poco menos (o dormir un poco más, por decir mejor) y mientras untaba el croissant generosamente con la mermelada, decidí enchufarme unos minutos a la caja tonta (aunque ahora que son planas, se quedan con lo de tonta a secas). Cuál fue mi sorpresa cuando, por defecto, el cacharro de la TDT decidió conectarse él solito a Antena 2 (porque le pone, claro) y allí estaba Susana Griso, en otra titánica jornada de Espejo Público, dando pie a la sección de sucesos.

He de reconocer que los programas de sucesos siempre han causado en mi interior una mezcla de repulsión y fascinación, desde el remoto Impacto TV de Carlos "Apellidoimpronunciable" García-Hirschfeld hasta las más recientes secciones de los programas matinales. Esa mezcla de la sangre, el dolor, la desaparición y cosas aún más escabrosas, como familias llorando y vecinos con sorprendentes declaraciones, le dan un toque de circo siniestro que hacen que nunca haya sabido qué pensar sobre ello.

Pero bueno, que me voy del tema. La cuestión es que en esa sección de sucesos presentaban a una mujer (Raquel se llamaba, si no recuerdo mal) que tenía aterrorizados a sus vecinos: golpes, agresiones, objetos usados a modo de arma arrojadiza, insultos, escupitajos y otros fluidos terraza abajo... Vamos, que la guapa de esta señora tenía al vecindario en alerta roja 24 horas al día. La policía había acudido al lugar en numerosas ocasiones, por lo visto, pero decían aquella eterna retahíla de que hasta que no haya delito de sangre (suena muy a drama de Lope) no había nada que cortar allí. Y así, los días pasaban, intranquilos y extraños, hasta que el equipo de Antena 3 acudió a la zona, a ver si podían llamar la atención sobre la situación.

Pero no se vayan todavía, que ahora viene lo bueno de la historia: Indagando, indagando, los avezados reporteros acabaron por dar con la ex-pareja del ogro Raquel y descubrieron todo el pastel: Raquel, mientras atormentaba a sus vecinos, sufría ese silencioso martirio al que le empujan a uno las enfermedades mentales. Raquel padecía, ni más ni menos, que de esquizofrenia. A través de su ex, los reporteros consiguieron abrir las puertas de la casa de Raquel, que habló con ellos, con su antiguo novio... Las verjas que los vecinos habían levantado en sus puertas y ventanas parecen ya muy lejanas, y la posibilidad de un tratamiento para que Raquel pueda llevar su vida con normalidad es ahora tan tangible como el sol de la mañana o el agua corriente. El terror y la angustia han pasado, en cuestión de horas, a nada, y el problema ha dejado de serlo.

De esta historia podrían sacarse muchas cosas, podríamos extrapolarla y hablar de todos esos que, temiendo a algo, arremeten con furia contra ello (como hace la alta jerarquía eclesiástica contra los padres separados, o los fascistas con el inmigrante, o sabe dios cuantas cosas más). Pero por una vez, creo que conviene no ir más allá. Quedarnos con la historia, por una vez, es suficiente. Las enfermedades mentales son una realidad mucho más cercana de lo que podemos pensar, y muchas veces más ignorada que extraños síndromes anunciados a bombo y platillo en tantos y tantos medios. ¿Cuántos de nosotros no hemos cogido el ascensor por no coincidir con el "vecino raro"? ¿Cuántos hemos apartado a nuestros hijos de aquel otro "niño extraño"? ¿Cuántas veces la locura se esconde detrás de un brick de vino y unos harapos que duermen en un cajero automático? Cuántas y cuántas veces nos cambiamos de acera por no cruzarnos con ellos, sellamos nuestras puertas y nuestras ventanas para que no nos molesten con algo que ni siquiera alcanzamos a comprender. Si nos parásemos a tender una mano, a conocerlos siquiera brevemente, ¿cuántas vidas cambiarán de la noche a la mañana, para pasar de la perdición de la locura a la luz de una nueva vida?

Raquel y su esquizofrenia, como muchas otras enfermedades mentales, son perfectamente tratables y no tienen por qué condicionar la vida ni de los enfermos ni de los que les rodean, pero para ello debemos derribar las alambradas que levanta nuestra incomprensión con el impulso de la voluntad, de la curiosidad y del coraje.


En la fotografía, "Schizophrenia", de Holly Henry