Dos niños comiendo melón y uvas de Bartolomé Esteban Murillo |
Decía Mario Benedetti que la infancia es a veces un paraíso perdido, pero otras veces es un infierno de mierda. Y llevaba mucha razón. Porque, quien más quien menos, todos tenemos un recuerdo luminoso y dulcificado hasta la médula de los días en que la más acuciante de nuestras preocupaciones era si el bocata para el recreo iba a ser de queso, de chorizo o de las dos cosas juntas. Aunque también es cierto que la memoria es traicionera y tiende a regalarnos sólo los momentos gratos y a privarnos de los demás, en un mecanismo de autodefensa perfeccionado durante miles de años de evolución cerebral. Pero la neurociencia no es el tema que nos ocupa hoy.
Precisamente regresando a la infancia, todos tenemos bien definidos en nuestra cabeza los inamovibles roles de las escuelas, transmitidos de generación en generación: el guapo, el feo, el tonto, el gracioso, el bicho raro, el broncas, el gordo, el repetidor, el chungo... Con sus correspondientes equivalentes en femenino, faltaría más. Cada uno tenía su papel no sólo en lo meramente decorativo, sino que la característica que le dotaba de identidad en la clase llevaba asociada una serie de comportamientos, actitudes y relaciones predeterminadas: el guapo no se acercaba a la fea, el gracioso le ponía ojitos hasta la eternidad a la guapa, el broncas le daba patadas al gordo y la repetidora sabía de sobra que al chungo era mejor ni acercarse, porque tenía un asombroso manejo de la navaja y unas más que dudosas compañías. Todo esto tiene sus peros, sus matices y sus variantes en función de las ciudades, las escuelas y del cristal con el que mira el que recuerda. Pero entre todo este barullo de estereotipos que ya mayorcitos nos hacen sonreír, había invariablemente un personaje que nunca trasciende en nuestra memoria pero que resulta fundamental para comprender muchas cosas y a muchas personas.
El muchacho en cuestión es de piel blancuzca, ojos gachos y pelo enmarañado. Con cuerpecillo rayando en lo esmirriado y apocado de espíritu. No es especialmente tímido ni especialmente triste. Se desenvuelve con suficiencia, charla con todos y está ahí, entre la multitud de niños de la escuela. Su característica fundamental, la que le diferencia del resto de compañeros, está bien oculta y sólo sale a relucir muy de cuando en cuando: el miedo a la pérdida. No a la pérdida de un ser querido, no hablo del miedo a la muerte -al fin y al cabo es sólo un niño, no Schopenhauer- sino del miedo a la pérdida de las cosas mundanas que gana. En clase de lectura, cuando tiene la suerte de coger el libro que hace sonidos, remolonea en una esquina del aula para que nadie se acerque al preciado objeto. En el recreo le pide prestado al niño rico de clase el nuevo coche de juguete para postergar siempre su devolución con un inocente "déjamelo un ratito más". Quizá en su casa esté acostumbrado a tener al alcance de la mano todo lo que desea sólo para él o, todo lo contrario, tenga que pelearse con uñas y dientes con los hermanos y cada raqueta nueva sea un hito al que aferrarse. O quizá simplemente es que sea así. Cuando la liga al escondite siempre busca la trampa para decir que el que se ha librado no ha tocado en el árbol que debía y cuando la liga otro se las arregla para justificar que había tocado por él y por todos sus compañeros -pero sobre todo por él- antes de que le pillasen. No es especialmente habilidoso, así que no le pasan mucho el balón en el partido del recreo, pero cuando ocurre sigue hacia delante sin mirar a los lados ni pasar al compañero desmarcado. Invariablemente, chuta in extremis para errar siempre el tiro. Los furiosos gritos de "¡Chupón!" que le brinda su equipo no le perturban demasiado. El balón era suyo y ha sido suyo todo lo que ha podido. Hizo lo que le pareció. Si falló, qué se le va a hacer.
El chico no tiene talento, pero sí la astucia y la inteligencia suficiente para sacar los sucesivos cursos, carrera universitaria incluida, sin problemas -pero sin pasarse en la excelencia- y colocarse en alguna plaza decente con un sueldo decente. Plaza a la que naturalmente se aferra para no soltar jamás. Eventualmente, el chico que no quería perder nada porque sabía que tenía todas las papeletas para no recuperarlo jamás hace buenos contactos en un partido político y va ocupando posiciones aquí y allá hasta llegar a ser nada menos que ministro y, en un giro inesperado de los acontecimientos, candidato a Presidente del Gobierno. No tiene madera de líder y no se coloca en el sillón de la presidencia a la primera ni a la segunda, pero tiene paciencia y la misma capacidad de pegarse como una ventosa a la candidatura como la tenía para hacerlo al juguete ajeno. Al final acaba por ser inquilino en el Palacio de la Moncloa aunque sólo sea como premio a la insistencia y, rememorando la infancia como hacíamos al principio de esta historia, se pone a jugar al escondite. Desaparece y se desentiende de dar explicaciones o de escuchar soluciones alternativas a las suyas. Porque no ha entendido que, igual que el balón, el Gobierno no es suyo, que es de prestado y no está de más mirar a los demás delanteros para meterla entre los palos. Porque la campana que anuncia el fin del recreo toca igualmente y el minuto de gloria futbolera no vale una eternidad de collejas en el aula.
No hay comentarios:
Publicar un comentario