jueves, 31 de mayo de 2012

Sueños sencillos


"Ningún lugar en la vida es más triste que una cama vacía."
Gabriel García Márquez



Los domingos nunca son un buen día. Nunca hay nada que hacer. Se pasan sentado en el salón con una malísima película de sobremesa u hojeando el suplemento dominical del diario que uno prefiera (ahora que los hay de izquierdas y de derechas, esperaría uno alguna variabilidad que nunca aparece, cosa que extrañamente no sorprende a nadie), intentando mantener a raya a los pensamientos más monstruosos e inesperados que uno pueda imaginar, esos que tienen una extraña predilección por esas horas perdidas del final de la semana.

Ese domingo no era ni más ni menos interesante que cualquiera. Serían las diez de la mañana cuando abrí los ojos. La habitación estaba oscura y callada, como si contuviese el aliento ante la inminencia de un cataclismo que naturalmente no iba a suceder. Unos tímidos rayos de sol atravesaban la persiana y dejaban adivinar las siluetas de los muebles. Digo que abrí los ojos, pero no es cierto del todo. En realidad estaban bien sellados en una maraña de legañas y pereza. Los dejé así un buen rato, tanteando las sábanas y la almohada con toda la tranquilidad del mundo. No sé cuánto tiempo pasó. ¿Quince minutos, veinte? ¿Una hora? Tampoco importa demasiado. Al final, hice acopio del poco valor que me quedaba y me incorporé sobre la cama. Me froté los ojos y en un esfuerzo supremo pude entreabrirlos. La habitación, efectivamente cubierta en la sombra, callada. El escritorio repleto de papeles parecía querer desplomarse bajo el nefasto y anodino peso que soportaba día tras día. Una camisa aquí, un pantalón allá. Decidí que era el momento de dar el pistoletazo de salida a otro insufrible domingo. Enérgicamente, extendí las piernas, alargué los brazos y me abalancé sobre la correa de la persiana. De un solo golpe, tiré con fuerza y dejé entrar en toda su plenitud al implacable sol de la mañana.

“¡Cuidado!” De repente una voz surgió de algún lugar del cuarto que no lograba identificar del todo. “Como tú ya has remoloneado a gusto y has decidido que es hora de empezar el día, todos tenemos que compartir tu arbitraria decisión. ¡Se diría que vives solo en esta casa!” No daba crédito. Vivía sólo. Bueno, mi hermano se pasaba de vez en cuando una temporada, pero estaba bien seguro de que ésa no era una de aquellas temporadas. ¿Quién me estaba hablando? Miré por todos los rincones de la habitación. Salí del cuarto, recorrí todo el pasillo hasta la sala de estar. Miré detrás de las cortinas, debajo de los sofás y en el cuenco donde dejaba siempre las llaves que, como era de esperar, sólo contenía las llaves. Me moví a la cocina. Revolví la nevera y di la vuelta a las sartenes. De vuelta hacia mi cuarto, entré en el cuarto de baño. Absolutamente nada. Ni en el retrete, ni en los desagües, ni dentro de las esponjas. Ni rastro del origen de la misteriosa y enfurecida voz. Debía de estar volviéndome loco. Pero como no estaba dispuesto a aceptar esa explicación, decidí mejor que sería efecto de los gin-tonics de la noche anterior. Era una justificación un tanto lamentable, porque la noche anterior la había pasado viendo un soporífero documental sobre un actor francés de los años sesenta cuyo nombre ni siquiera era capaz de recordar. Y estaba más que seguro de no haber probado una gota de alcohol. A pesar de todo, la historia de los gin-tonics me pareció mucho más tranquilizadora que la de una incipiente enfermedad mental, así que la adopté de buena gana.

Respiré fuertemente diez o doce veces y, con toda la paz dominguera que pude sacar de dentro de mí, volví a la habitación. Resuelto a ignorar el episodio de la voz fantasma, abrí la ventana para dejar entrar el aire fresco. El aire fresco de los domingos me resulta particularmente irritante, no sé si por lo que tiene de bucólico o porque realmente exponerse al aire frío nada más despertarse no me parece que tenga ninguna gracia. En cualquier caso, como es una de esas cosas que sistemáticamente hay que hacer una mañana de domingo, abrí la ventana. Repugnante. Un viento suave, que soplaba con una calma y un buen hacer que me hacía recordar lo realmente estrepitoso del fracaso de mi vida. Se me ponía la piel de gallina con el simple tacto de esa horrible brisa matutina. “Tú definitivamente eres idiota. ¿Pues no se está helando y sigue ahí delante de la ventana como un pasmarote? Y por supuesto todos tenemos que arriesgarnos a pescar un resfriado porque a él le apetece hacer el imbécil como de costumbre.”

Esto ya era demasiado. Una vez, pase. Varias veces en una semana, bueno. Pero que una voz que viene de ninguna parte me asalte dos veces en apenas diez minutos, sin siquiera conocerla yo de nada, me pareció que rayaba en la falta de respeto. Dispuesto a montar todo un número como muestra de mi indignación, abrí mucho los ojos y me agarré los pelos (en ese momento, unas greñas grasientas y despeinadas dignas del peor de los bárbaros) como hacen en las tragedias de Shakespeare mal representadas y empecé a gritar aquello de “¡Basta! ¡Basta! ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?” y otras cosas por el estilo. En realidad, no esperaba ninguna respuesta. Hice aquello con la esperanza de que sirviese de elemento disuasorio para la esotérica presencia. No funcionó. “¿Ahora intentas hacerte el desquiciado? Después de veinte años contigo, no vayas a pensar que va a colar una de esas. Idiota eres un rato, pero de loco no tienes nada. Ya te gustaría. Pero haz el favor de cerrar la ventana de una vez, hombre, que sigue haciendo un frío horrible.”

Sin duda, eso fue aún más extraño que el hecho de que una voz saliese de ninguna parte. Es hasta cierto punto normal que de vez en cuando en la vida uno se encuentre con un ectoplasma aburrido al que le apetece charlar. La vecina de arriba, sin ir más lejos, cogió tanta confianza con uno que acabaron casándose y teniendo niños, hasta que al pobre ectoplasma se lo llevó por delante el tabaco. Era un buen tipo, ayudaba a la señora con las cosas de la casa. El caso es que lo que no es nada común es que las voces del más allá vengan ya conociéndole a uno y sabiendo cuándo está haciendo el payaso de buenas a primeras. Aquello tenía que ser otra cosa. Sin previo aviso, fui invadido por una iluminación súbita y tuve la certeza de que la respuesta a este gran enigma se hallaba justo debajo de mí. Flexioné lentamente el cuello, y allí estaba. El edredón. Sí, sí, el edredón. No se movía ni nada, pero estaba clarísimo que era él el que me estaba hablando. No intentéis que os explique por qué lo sabía, pero era más que evidente. Tanto, que dar más explicaciones al respecto me parece innecesario.

De repente me sentí muy mal porque el edredón estaba pasando frío (al fin y al cabo, tan inquilino era de la casa como yo), así que le pedí disculpas con toda la reverencia que fui capaz de mostrar y cerré la ventana. Me senté en la silla del escritorio y me quedé mirándolo fijamente.

—Ni que nunca me hubieras visto antes. Llevó veinte años encima de ti todas las noches.
—Perdona, es que nunca antes había hablado con un edredón. Comprende que es extraño.
—Ya se nota que no lo has hecho antes, ya. Si lo hubieras hecho, a lo mejor no te andarías abriendo ventanas a lo tonto sin preguntar a nadie.
—¿Y no es un poco raro que los edredones tengáis frío? Es decir, si se supone que servís para calentar, ¿no?
—Y como tenemos que dedicarnos a manteneros el culo caliente por la noche no tenemos derecho a pasar frío, ¿no? Por esa regla de tres, tampoco un operario de un alto horno debería pasar frío cuando vuelve a su casa aunque a su mujer no le venga en gana poner la calefacción.
—Bueno, sólo era una observación. —añadí a modo de disculpa.
—Una observación absurda.
—Eso sí. —convine.

Llegados a este punto, no estaba muy seguro de cómo seguir la conversación. Me dio mucha rabia. Es decir, era mi edredón. Tengo amigos a los que conozco desde hace mucho menos que tiempo que él. A lo largo de los años que lleva en esta casa conmigo, le he arrugado, abrazado, profanado, mojado con lágrimas y otros fluidos corporales innombrables, agredido con todo tipo de sustancias químicas… Deberíamos ser capaces de tener algo más de confianza, de tener una mejor comunicación. Pero no sabía bien qué decirle. Así que me quedé allí mirándole fijamente, con una mezcla de pena y de ensimismamiento dominical.

—¿Te pasa algo? —preguntó— Haces mala cara.
—No. Simplemente es que no sé qué más decir.
—Bueno, eso es que estás bien. Tú nunca sabes qué decir. Como cuándo vino tu hermano el otro día y estuvisteis peleando por qué ibais a preparar para la cena. Casi dos horas regañando. Que si mejor este plato de pasta, que si prefiero hacer pollo en el horno… Y al final no sabías qué decir. Haz lo que quieras, le dijiste. Tú mismo. Siempre dejando que los demás sean ellos mismos y tú sin nada que decir. Ni que te fuesen indiferentes todas las cosas.
—Hombre, indiferentes no, pero… —y no supe como acabar la frase. De hecho, estaba idiotizado por el hecho que un edredón me estuviese sermoneando.
—Ahí lo tienes. Nada más que tener esta leonera manga por hombre y rezongar por lo bajo. Y, a ver cuándo haces algo en lo que sepas qué decir. Como lo de las ventanas. ¿A qué estar abriendo ventanas? Si pones una cara de terror ridícula cada vez que lo haces. Pero oye, todas las mañanas, domingo tras domingo.
—Y… qué se yo. Hay que hacerlo, ¿no? Es lo que se hace los domingos. Abrir las ventanas.
—Es lo que se hace… Mira Evita, la chica de enfrente. La habrás visto abrir algún domingo la ventana. No señor, la mañana se la pasa durmiendo.

La tal Evita era puta. Preciosa. A buen seguro la más guapa de toda la ciudad. Vivía en la casa que quedaba al otro lado del patio del edificio, y se la veía siempre asomada al balcón. Un balcón sencillo, blanquísimo, que abría de par en par los sábados por la tarde, porque decía que le encantaba ese aire cálido, plomizo, de la gente que empezaba a pasear por las calles para empezar la noche. Olía a vida, decía. Era verdad que los domingos los pasaba durmiendo hasta bien pasado el mediodía. Pero claro, yo pensaba que era lógico, porque las noches de Evita eran para reposarlas a la mañana siguiente.

—Claro, pero ella ya sabes como pasa las noches de los sábados. Es normal que el domingo duerma. —aduje, pensando que mi argumento era incontestable.
—Ya ves. Como hace la vida que sabe que hace, no tiene que abrir la maldita ventana todos los domingos y pasar un frío del demonio. Si supieses tú qué es lo que quieres hacer no estarías ventilando esta habitación como si fuese un secadero de tabaco.
—Pero… yo tengo lo de la oficina y… —intenté reponer sin mucho convencimiento.
—La oficina. Todo el día archivando las facturas, grapando los informes, pasando los afiches de una planta a otra… y rezongando, siempre rezongando.
—¿Qué sabrás tú lo que yo rezongo? —repuse furioso.
—¿No he de saberlo? Todas las tardes, a las ocho sin falta, pasas por aquí bufando y me plantas el trasero sudoroso encima. Que podías darte una ducha antes de restregarte bien por encima de mí. Pero bueno, el caso es que venga con las quejas. Que si Gómez esto, que si Pitti lo otro… Que si el subdirector es un cretino, que si a este paso el de los cafés te pasará por encima y todo… Y son muchos años de monserga, oye.
—Bueno, pero los trabajos de oficina son así.
—Y, es lo que quieres acaso. ¿Siempre te encantó tener un trabajo de oficina? Las primeras noches que estuve aquí no era lo que decías. Hablabas de escribir libros y de hacer pinturas y de tener un grupo de rock… No es que fueras menos idiota que ahora, pero estoy convencido de que no hablabas de trabajos en una oficina. Incluso pintabas óleos aquí mismo. Una vez me manchaste bien con un pegote verde que después apenas pudiste quitar.
—¡Lo recuerdo —no pude reprimir una sonora carcajada— Aún te queda la huella en aquel borde de allá —dije señalando una de las esquinas de la cama.
—Mírate, ahí riendo como un bobo con un pegote de pintura al óleo… y no con esa mamarrachada de los ficheros y los fluorescentes y los departamentos. Es lo que digo, que antes eras igual de tonto. Pero te reías.
—Eran buenos tiempos… —repuse mientras recordaba absorto el episodio de la mancha de pintura.
—Y luego estaba aquel chico…

Esto sí que no podía creerlo. Yo pensaba que iba a ser un domingo corriente, es decir, aburrido y deprimente. De repente, me había puesto a hablar con mi edredón, que había resultado ser un sujeto razonablemente simpático aunque un tanto insolente. Incluso me había traído buenos momentos a la cabeza. Me había hecho reír. Pero ahora pretendía sacar ese tema. El tema. El gran tema. El tema de mi vida desde hacía ya diez largos años. Porque todos tenemos un tema. Como si fuésemos novelas, cada uno con su tema. Llenos de personajes y de otras historias dentro de la historia, con otros temas chiquititos. Pero tema así, con mayúsculas, sólo tenemos uno. Y claro, me figuro yo que si le fuesen a preguntar a un libro sobre su tema, que vaya tema tan feo, que si le gusta a él su tema… ¡cómo si tuviera elección! El libro va de lo que va. Y cada uno tiene su tema, le guste o no le guste. 

Mi tema era un chico. Un chico que había conocido hacía ya un buen puñado de años, cuando aún estaba en el campus. No era especialmente guapo, ni notable, ni simpático... Es decir, que no era lo que se dice un prototipo. Pero a mí me gustaba. Y yo a él. La historia no es nada del otro mundo: yo le conozco, él me conoce, nos conocemos… Y bueno, de conocerse uno al final se coge cariño… Y nos cogimos cariño… En fin, que es una historia de tantas sobre encuentros y desencuentros. Ya he dicho que el tema que le ha tocado a mi vida no me gusta demasiado. O no lo he dicho, pero es así. Lo que no entendía es a cuento de qué se ponía ahora a hablar el edredón del chico. Definitivamente, su insolencia batía sus propias marcas a cada segundo.

—¿Qué chico? —pregunté, intentando sin éxito desviar la conversación.
—Qué chico va a ser. Aquel alto, moreno, de pelo rizado… ¡Bueno, ni que hubiesen venido muchos chicos a esta casa!
—Ah, ése chico… —persistí, sin demasiada convicción en mi indiferencia.
—Sí, sí, ése.
—¿Qué pasa con ese chico?
—Nada, qué va a pasar. Con él también sonreías.
—Ya, ya sé…
—Más que con los pegotes de pintura, me atrevería a decir. Qué sonrisa bobalicona traías siempre… Recuerdo incluso que algunos domingos ni siquiera abrías la ventana. Aquí os quedabais, remoloneando hasta bien tarde…
—Ya, sí. —intenté interrumpir.
—…Y qué tacto tan agradable tenía, el chico. No es que tuviese la piel especialmente tersa, pero tenía algo, una manera muy agradable de deslizarse… —de repente, interrumpió bruscamente su romántico discurso— Oye, no me mires así, soy un edredón. Me fijo en esas cosas. Podría hablar también de tu tacto, pero no es ni de lejos tan agradable. —me espetó.
—No, si yo no digo nada. —lo cierto es que la conversación no me estaba poniendo de muy buen humor.
—Y… ¿qué habrá sido de él? Aún me acuerdo del último día que estuvo aquí. Cuando os metisteis en la cama, estabais fríos. Todos vuestros cuerpos estaban helados. Tanto que me sobresalté. Luego todo fue como las otras veces. Os movíais, susurrabais, gritabais, os volvíais a mover… pero aun así, esa vez fue distinto. Y luego…
—Se fue, sí. Luego se fue. Lo recuerdo perfectamente, gracias. —si la intención del edredón era vengarse de mis vendavales matutinos, lo estaba consiguiendo con creces.
—No te enfades. —dijo a modo de intento de disculpa. — Recuerdo que se fue pronto. —prosiguió— Tú te levantaste para despedirle. Parecíais llevar escrita la palabra decepción en la cara. Me distéis pena. Luego abriste la ventana. Creo que, desde aquel día, la has abierto ya siempre. Una lástima.
—Deja ya la historia de la ventana.
—Si no es por la ventana. Si realmente disfrutases del infernal viento helado de la mañana, yo me aguantaría. Pero es que tampoco te gusta. A él tampoco le gustaba. Creo que siempre preferiste el calor.
—Bueno, pero aquello ya acabó. Hace mucho. —dije, intentando zanjar la conversación.
—Decía que qué habrá sido de él. —insistió— Tengo mucha curiosidad. Creo que era un gran tipo.
—Y, yo que sé. Supongo que estará haciendo su vida. Como todos.
—Ya, ya… Bueno, algo sabrás. Ahí te veo las noches, pasando sus fotos en el ordenador, hasta que te da por venir a incordiarme un rato cuando te vence el sueño.

Aquello ya era el colmo. Ahora resultaba que mi edredón no sólo era capaz de hablar (cosa que había aceptado sorprendentemente bien) y era un maleducado (cosa a la que me había resignado), sino que se dedicaba a espiar mi vida como en uno de esos nefastos reality-shows de la tele.

—Bueno, ¿es que no tienes nada mejor que hacer que estar mirando lo que hago? —le reproché de mala gana.
—¿Qué quieres? Me paso la vida en esta habitación. Como haces tú, dicho sea de paso. No lo comprendo. Tú, que puedes ir a cualquier parte, te quedas aquí perdiendo el tiempo. Mis únicos viajes son de aquí a la lavadora y de ahí a las cuerdas de tender. Y no son precisamente apasionantes. Pero tú no creo que tengas que estar aquí de vigilante del colchón.
—Haré lo que me venga en gana. —que mi propio edredón me dijese como encauzar mi vida me pareció excesivo.
—De eso no cabe duda. La cuestión es qué te viene en gana. Porque no parece que…
—¡Claro que no! —le interrumpí bruscamente— Claro que me encantaría mandar al carajo el absurdo trabajo en la oficina, poder dedicarme a pintar o a tocar de bar en bar como hacía entonces. Me encantaría pasarme los días haciendo algo más que lamentarme o las noches mirando el estúpido monitor del ordenador. —proseguí con mi retahíla con bastante enfado.
—Bueno, yo…
—Eres muy listo para ser una pieza de textil del hogar. Qué fácil se verá todo descansado sobre el colchón todo el rato. Claro que es evidente que le echo de menos. Y que por aquel entonces yo era feliz. Que lo sería de nuevo si no tuviese que andar abriendo las ventanas las mañanas de domingo congelándome y me las pasase ahí con él arrebujado debajo de tu insolente cuerpo, amigo. Claro que me gustaría levantar el teléfono, decir hola y volver atrás. Pero no se puede.
—Y… ¿por qué no? —preguntó tranquilamente arqueando las esquinas de su cuerpo, que reposaban en la cama— Sólo es descolgar un teléfono. Creo recordar haber visto uno en el salón la última vez que iba de viaje a la lavadora.

No supe qué contestar. Como no supe qué contestar, di por terminada la charla. Le dejé allí tirado y arrugado. Me quedé sentado, girando sobre la silla, pensando. Aunque en realidad no había nada que pensar. Miré a la ventana. Miré la cama. Muy despacio, me levanté, anduve por el sombrío pasillo hasta el otro lado de la casa. Me senté en mi silla preferida. Observé durante mucho tiempo la esquina donde descansaba el teléfono, uno de esos teléfonos viejos y negros con disco de marcar, cubierto de polvo. Respiré muy hondo. Alargué perezosamente el brazo. Descolgué el teléfono e introduje el dedo uno por uno en los agujeros de los números que aún recordaba de memoria. Respondieron al otro lado. Volví a la cama y seguí durmiendo hasta la hora de comer, sin ninguna intención de ventilar ese domingo la habitación de nuevo. Estoy pensando en cambiar de edredón.

2 comentarios:

Pathfinder dijo...

Me ha gustado, pero un detalle a mencionar. Dices que los domingos por la mañana nunca son un buen día, y posteriomente que se pasan sentado con una malísima película de sobremesa (que son por la tarde).
Saludos.

Konrad VH dijo...

Pues llevas toda la razón. Corregido queda. Qué haría yo sin los que me leéis.
Me alegra que te gustase.
Un abrazo.