lunes, 12 de marzo de 2012

La vida en recuerdos

Hoy quiero retomar el tema que quedó colgando en la última entrada. Hablábamos, si no recuerdo mal, de Alzheimer. De Alzheimer a raíz de "Bicicleta, cuchara, manzana", el documental de Carlos Bosch que narra la vivencia de esta enfermedad a través de Pasqual Maragall y su familia. El otro día me puse a filosofar, o algo parecido, sobre la cultura, el conocimiento, la responsabilidad que tenemos los demás al informarnos. Pero hoy quería hablar de algo más personal, de algo que se trunca en la enfermedad de Alzheimer: los recuerdos.

En un momento de la película, Pasqual Maragall está en Nueva York y aprovecha para ir a visitar el apartamento dónde vivió sus días de estudiante en la Gran Manzana. Ahora el piso está ocupado por un joven moderno y urbanita, en cuya vida irrumpe Maragall por unos instantes, ante sus atónitos ojos. En la escena, Pasqual pasea por las habitaciones con una sonrisa de oreja a reja. Sus ojos se vuelven relucientes y es como si de repente grandes retazos de su vida volvieran a su ya ajada memoria. Habla de sus días de estudiantes, habla con admiración del apartamento e incluso se permite una diatriba sobre Proust y su famosa magdalena como epítome de la fuerza de los recuerdos.

Pasqual Maragall baila con su mujer, Diana, en su
casa de Barcelona


Y es que los recuerdos son importantes. En gran medida, lo que vivimos en el día a día está condicionado por lo que vivimos en el pasado y por lo que de ello atesoramos. Llegará el día, con Alzheimer o no, en que nuestro mundo se volverá pequeño e incluso amenazante, en que empezaremos a olvidar muchas de las cosas que nos rodean y nos rodearon. Entonces será cuando más necesitaremos de nuestro pasado. Es vital hacer eso que dicen de llenar de vida los años y no añadir solo años a la vida. Es crucial que construyamos geniales recuerdos.

Los momentos más emocionales, más felices, más intensos, son un sustrato maravilloso para nuestro cerebro. Apoyándose en ello, nuestra mente puede reconstruir experiencias completas a partir de insignificancias como un olor o una canción determinada. Por eso vivir, vivir con mayúsuclas, no es solo parte del carpe diem que tanto gusta enarbolar, sobre todo en épocas más oscuras, sino que es un seguro de vida. Viajar, amar, hacer las cosas que nos apasionan, bailar, jugar con los hijos y sobrinos, explorar rincones escondidos, hacer el amor, reír... no son meras distracciones que hacen mejor nuestra vida. Son las raíces sobre las que viviremos el resto de nuestros días.

Por eso todos deberíamos construir nuestro propio apartamento de estudiante en Nueva York al que poder volver un día para mirarlo con una alegría casi infantil. Tenemos que vivir y no solo porque estemos vivos, sino porque nos quedan muchos años por estarlo y han de ser los mejores de nuestra vida, porque son los únicos.

Nuestros recuerdos, los más intensos y luminosos, son la garantía de que seguimos vivos. Porque con ellos reímos y, como dice Cristina Maragall -hija de Pasqual- en un momento de la película y citando al Albert Cossery -ese dandi francés anacrónico y genial-: "Cuándo un hombre es capaz de reírse de lo que le pasa, nadie tiene poder sobre él." Ni siquiera el Alzheimer.

Y en la próxima entrada, dejaremos los recuerdos para adentrarnos en el futuro de los enfermos.

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