miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cartas abiertas




Querido Juan:

No me queda más remedio que escribirte por aquí, porque creo que en el lugar donde estás ahora no hay buzones ni carteros, ni correos electrónicos ni Twitter. Supongo que esta es una de esas cartas abiertas que ahora están tan de moda: las escriben al presidente del Gobierno, a los socialistas, a los alemanes... La verdad es que está todo un poco del revés. Las cosas ya no son tan sencillas como aquellas funciones con asíntotas que pintarrajeabas en la pizarra. Pero claro, han pasado dos años ya... Dos años de aquel 7 de diciembre de 2009 en que te dijimos adiós para siempre después de que se te parase el corazón. Y ahora tengo tantas cosas que contarte, que no sé por dónde empezar. Es lo que pasa cuando nos vemos tan de poco en poco.

El mundo, te decía, se ha vuelto loco. Hemos perdido todo el dinero que nunca tuvimos, hemos cambiado un presidente por otro, los franceses y los alemanes han cogido con fuerza el timón de un barco peligroso... pero nos seguimos quejando de las mismas cosas. Y en tus clases -ya no- de bachillerato sigue sin haber aquellas dos pizarras que pedías año tras año. Tus compañeros se han vestido de verde y se han echado la calle, porque ya sabes cómo funciona esto: todos quieren hacer negocio con esas clases de matemáticas que tan magistralmente dabas, y a nosotros nos hace tan poca gracia como poco caso nos hacen con lo que pedimos... En fin, así están las cosas y, como siempre, han pasado muchos desastres y milagros, ha muerto mucha gente importante (aunque esto es, como todo, relativo, porque tu esquela no salió en los telediarios, ¿cómo se mide la fuerza de una ausencia?). Y tu Real Sociedad, tu Real querida... bueno, me gustaría engañarte, pero ahí está, peleando en mitad de la tabla de la liga, como siempre. De vez en cuando, Rafa y yo pillamos algún partido en la tele y lo vivimos con la Real como si fuésemos tú. O lo intentamos. Rafa sigue bien, y todos los que salimos de aquella clase de bachillerato también. Seguro que se acuerdan de ti tanto como yo, y si no te ha llegado ninguna carta suya, seguro que es cosa de los servicios postales, que imagino que van mal en todas partes.

¿Sabes una cosa? A mitad de la carta se me hace extraño todo esto. Qué peculiar es el mundo. Yo debería estar diciéndote todo esto en la barra de la cafetería del instituto con un buen café mientras me das unas palmadas de las tuyas en la espalda. Pero aquí estoy, frente a un teclado, intentando explicarte mi vida porque se me hace raro no hacerlo. Total, que tampoco es que mi vida esté últimamente para contarla: sentimentalmente viví al borde del abismo hasta anteayer, como quien dice, pero me he mudado a un estudio tranquilo en el fondo del mismo. No creas que es tan desagradable, tiene buena sombra y es silencioso. Supongo que algún día volveré arriba, pero con esto de la crisis, no están las cosas para adquisiciones inmobiliarias. 

En todo caso, tampoco paso mucho por casa, porque sigo adelante con mi carrera y no son pocas las horas de hospital que me tengo que tragar. No te voy a engañar, hay días que a mitad de una sutura o al acabar alguna clase me pregunto qué hago yo allí y de repente se me va la ilusión no sé a dónde. Pero tú ya sabes que yo sigo al pie del cañón, lo que ocurre es que tú siempre tuviste mucha más confianza en mí que yo mismo. Aún recuerdo aquel entusiasta "tú eras, con diferencia, el mejor de mi clase"... todavía me ruborizo con esas cosas, pero si tú lo decías, yo me lo creo, porque tú de todo siempre supiste más que yo. Y si tú me dijiste siempre que valía, es que valgo. Se echa de menos aquella confianza, Juan.

Y en el fondo, esto no es nada más que eso. Contarse la vida es siempre la vieja excusa delante de un buen amigo al que hace mucho que no ves para gritar "te echo de menos" sin que parezca un melodrama. Y esa es la verdad, que tu ausencia sigue siendo muy grande. Apenas me reconozco en la foto de ahí arriba, aunque mi cara no ha cambiado tanto, pero yo sí. Y me faltas en ese cambio. Me debes muchas fotos como esa, tantas como cartas de estas te debo a lo largo toda mi vida. Pero es una de esas deudas que nunca se podrán pagar. Yo me sigo conformando con encontrarme contigo de cuando en cuando para charlar en algún rincón limpio y adecentado de mi mente, pero comprende que los 7 de diciembre siguen siendo días especialmente grises, con un regusto amargo, de metal, en el calendario. Aún me parece que fue ayer cuando subí al estrado del salón de actos del instituto a pronunciar unas palabras que jamás debieron ser pronunciadas, para despedir a un hombre que jamás debió haberse ido. Qué extraño es el tiempo de las ausencias: se encoge y se estira a ratos como un acordeón en una lacónica melodía que seguramente alguien está tocando ahora en alguna fría calle de París. Y los 7 de diciembre son justo ese punto en que el acordeón se estira al máximo y los segundos son eras. Pero solo es el preludio del empuje del acordeonista, que rápidamente me meterá otra vez en el frenesí de esta canción, que por otro lado no tiene ni pies ni cabeza. Espero que al menos sea de Yann Tiersen.

En fin, yo te voy dejando ya, porque seguro que, como siempre, vas con prisa a todas partes, con la mano manchada de tiza y los libros de matemáticas bajo el hombro. Espero que llegue bien la carta, y espero con impaciencia noticias tuyas. Yo, como cada 7 de diciembre, me voy a Casa Labra, a tomarme a tu salud una caña y un pincho de bacalao como el último que compartimos hace poco más de dos años, en aquella mesa dónde nos miramos por última vez y me dijiste con fuerza "serás un gran médico"; justo antes de enfilar la calle de Alcalá, sin que tú ni yo supiéramos aún que era sin retorno.

Aquí nos haces mucha falta, pero espero que estés bien.

Un beso enorme,

Alberto

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