Internet ha habido, tiempo no. Londres es, definitivamente, demasiado para ponerme a contarlo por aquí. Podría haberlo hecho en todo caso, pero seguramente dé mucho más de sí cuando esté de vuelta y regurgite el empacho que llevo dentro. Tengo la vaga intuición de que me llevo a casa más que el equipaje, las fotos y un puñado de recuerdos. Es una sensación parecida a cuando uno se levantaba en sus tiernos seis años en las frías mañanas de los sábados de enero y sabía, sin saber por qué, que le aguardaban unas tostadas calientes. Aunque no fuese lo normal que mamá las preparase. Pero ese día sí. Quién sabe, el tiempo lo dirá (y vosotros lo leeréis).
En cualquier caso, hoy toca hablar de vértigo. Del vértigo de volver a casa. Los cuatro últimos días en Londres que están por venir se me antojan cuatro gotitas de agua que van a caer a cámara lenta, y yo las veré estrellarse muy despacio contra el frío suelo y deshacerse en mil pedazos. Y luego está el vacío. Un vacío lleno de sensaciones encontradas: quiero volver al sol y dejar este maldito verano glacial y mojado, quiero volver a sumergirme en la sonrisa de mi chico (al que cada día aquí me ha atado un poquito más fuerte), quiero volver a pasear por mis rincones más íntimos y profundos. Pero no quiero volver a la monotonía, a las cuatro paredes de siempre, a los fríos pasillos de facultad, a las incontables lecciones sin sentido, a las horas sin rumbo. Quiero volver a la música pero no al ruido, a los amigos pero no a los idiotas prescindibles... Y así todo.
Yo siempre he tenido una relación muy compleja de amor, odio, celos y pasión con mi hogar (entiéndase hogar como todo lo que forma parte de mi origen: lugares, gente, ambientes...), pero ahora la potencia de todo eso se redobla. Será la distancia. Será este tiempo pésimo que no le deja a uno otra opción que pensar (quizá sea ese el motivo de la supremacía británica durante tantos años), pero me he dado cuenta de que estoy rabiosamente enamorado de Madrid. Los que me conocen pensarán que he cogido alguna enfermedad endémica, que es imposible que me ponga a elogiar algo de nuestra tierra patria. Pero mira por donde echo de menos la Gran Vía, el Metro, la gente corriendo, el sol achicharrante, los cien mil conciertos a la semana, el caos, los gritos, a David, a Rafa, a Karla, a Dani, a Alberto, a Juan (y a los que no aparecen aquí pero saben que se pueden dar por más que aludidos).
Me quedaría en Londres por mucho mucho tiempo: no quiero marcharme. Pero a la vez quiero volver a convertirme en el chico que se desliza por el Prado con la misma facilidad que las arañas por las grietas del techo. Tomo té con leche dos veces al día pero necesito una taza de café. Me da miedo dejar de sentir Londres, pero inevitablemente necesito arrastrarme otra vez por la calle Mayor.
Si alguien lo entiende que me lo explique, porque supera mi entendimiento. Pero me hace sentir bien. Formar parte de algo. Saber que vuelvo a casa.
Foto de Amy Spanos
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