Mañana a estas horas estaré compartiendo suelo con los hijos
de la Gran Bretaña. Me marcho un mes a Londres por obra y gracia de una beca de
la Comunidad de Madrid (para una vez que me dan una beca y me la da Esperanza
Aguirre, qué dulce ironía) y viviré allí (con todo lo que la palabra ‘viviré’
implica) durante cuatro semanas. Y a uno le entran los miedos y las angustias.
Miedo porque es la primera vez que me voy a valer por mí
mismo durante tanto tiempo y en una ciudad extranjera. Y hay que comprar,
cocinar, preguntar, lavar, organizar… Hay que aprender muchas cosas, y eso
siempre da un poco de vértigo.
Miedo porque dejo a mi familia durante un mes después de un
año que no ha sido demasiado bueno. Uno no sabe si debe quedarse a arrimar el
hombro, si vienen bien las distancias, qué se puede desatar después de un mes
en el que todos nos tomamos un tiempo. El ídem dirá.
Miedo porque me dejo en Madrid a David, mi David, el chico
con el que hace ya casi nueve meses que comparto mi vida. Es nuestra primera
separación larga, y aunque estoy seguro de que un mes se pasa volando (para
bien y para mal), uno no puede evitar el hormigueo y el removerse un poco en la
cama por las noches. Rezo a los dioses para que me lo cuiden hasta que vuelva.
Miedo por muchas, muchas cosas, ese miedo que como bien me
dicen todos ‘en tres días se ha pasado’. Sé que Londres me encantará (aunque no
la conozco aún), que va a ser un buen agosto y que esto es solo ese miedo que
te hace contener la respiración antes de la frenética (y productiva) bajada en
picado. Suerte que aquí el suelo es de goma.
Y dicho esto, cierro el ordenador y me voy a descansar para
coger mañana el vuelo. Intentaré actualizar en la medida de lo posible (es
decir, en la medida que el ADSL británico me permita) para ir contando (a mi
manera) como se ve Londres desde 1,73 m. de altura y con la genética pisándome
los talones. Eso sí, la próxima foto espero que salga de la tarjeta de mi
Nikkon.
Imagen de David Gutiérrez
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