sábado, 17 de julio de 2010

Madrid. Sol. Juan


Madrid. Puerta del Sol. Decir esto es como no decir nada. Es como si abriese la boca y no emitiese sonido alguno. Al fin y al cabo, ¿cuántos miles de millones de personas habrán pasado por este punto de la capital madrileña? Seguro que prácticamente la mayoría de los que pasan por estas líneas guardan más de un recuerdo en la archiconocida postal: excursiones infantiles, navidades, visitas veraniegas… Yo mismo soy capaz de recordarme a mí mismo con un buen puñado de años menos devorando una napolitana de crema de La Menorquina, enfundado en anorak, bufanda y guantes. Me recuerdo saliendo del metro (y del mal olor de los túneles de la línea 1 de metro que me hacía casi vomitar). Me recuerdo como un freak con acné perdiéndome en la calle Preciados hacia la Plaza de la Luna. Pero no tengo ninguna imagen de mí que me transmita algo, un impulso fuerte, unas ganas de llorar o de sonreírme. Nada más allá de las anécdotas de manual. Nada, excepto dos cosas.

La primera se llama Juan Lafuente Mendicute (él tiene que ir así, con todos sus apellidos), el profesor de matemáticas que llevaré en mi memoria hasta el día en que la pierda o que me muera. Recuerdo el último día que le vi. Salíamos de la Real Casa de Correos (el edificio del reloj de las campanadas de fin de año, para que nos entendamos) después de un paripé político que doña Esperanza Aguirre montó para contarle al mundo lo buena que era que daba premios a los más estudiosos del Bachillerato de Madrid. Juan estaba allí en representación del mi instituto. Estuvo allí sonriente, aplaudiendo, dándome unas fuerzas y una alegría que no sería capaz de describir. Después de que mis padres le invitaran a unas cañas y un pincho de bacalao de los de Casa Labra (que le gustaban y bien), nos dirigimos a la modernísima boca de la estación de Sol, en plena plaza. Yo cogía el tren, él volvía a su casa a pie. Nos dijimos adiós, me repitió cien veces lo mucho que yo valía (sabe dios que no lo voy a olvidar nunca) y me dije, sonriente y firmemente convencido de que me vería en la entrega de los Premios Nacionales de Bachillerato. Y mira que era imposible que lo ganara (como se demostró después) pero joder, hasta me lo creí (palabra de honor). Unas semanas después una afección cardiaca y una negligencia médica (ya me decía él que hasta que yo no me licenciase el no se fiaba de ningún médico) se lo llevarían de repente y para siempre. Él no vería más el mar de Donosti y yo no le volvería a ver después de aquella mañana inusualmente calurosa de octubre en la Puerta del Sol.

El otro nombre es Juan Rafael Cabrera Alonso (él, al menos para mí, también va con todos los apellidos), mi niño de Tenerife. Nos conocimos (o malconocimos) en el frívolo pero productivo (al menos en lo personal, que allí conocí el excepcional propietario de este blog, Rubén; a Mari Carmen; a Adrián y a otros tantos de los que guardo y mantengo el mejor recuerdo) programa de Becas Europa de la Universidad Francisco de Vitoria. La cosa era juntarnos  a todos un fin de semana para elegir quiénes merecían, a su juicio, ganar una beca para recorrer las universidades europeas más importantes en verano. Total, la cuestión es que Juan cayó en mi grupo de convivencia (por llamarlo de alguna manera) y lo que me alegro yo de que así fuese. Allí no es que hablásemos demasiado (si el era tímido, yo el doble, así que comunicación la justa) pero sí que debimos fijarnos algo el uno en el otro, porque a la vuelta del asunto empezamos a hablar y a conocernos de verdad a través de las nunca lo suficiente bendecidas nuevas tecnologías (o sea, el Intenné). En Juan descubrí, a tantísimos kilómetros de distancia, una persona afín, un confidente, un lugar donde reposar cuando quisiera, una esperanza en que en el mundo sí que hay gente que merece la pena. Meses después él vino a Madrid con Mey (a la que también profeso un gran cariño) y me concedió el honor de hacerles un día de guía, de darles vueltas por Madrid y de tener el inmenso placer de volver a hablar con él mirándole a la cara. Hablamos sentaditos en el suelo de la Puerta del Sol, defendiéndonos del frío que Madrid arroja en febrero cuando se pone el sol. Me maravillé escuchándole hablarme así, mirándome fija y serenamente, de tantas cosas. Me alegré otra vez infinitamente de haberle encontrado. Después les acompañé hasta Nuevos Ministerios, ellos marcharon para volar rumbo a casa y yo volví a mi casa en los suburbios del sur. Todavía le debo una visita a Tenerife y no lo olvido, que uno es pobre pero honrado.

Y con estas dos historias tan breves (y tan largas para lo que suele desfilar por este blog) es como resulta que cogiendo una plaza y añadiéndole el nombre de Juan puedo obtener tantas cosas: me puedo poner triste, puedo recuperar la confianza en mí mismo escuchando en mi cabeza como Juan (Lafuente) me dice a la cara ‘tu vales mucho’, puedo maravillarme de que en el mundo exista gente como Juan (Rafael) y que haya tenido la suerte de encontrarla. Agarro una de las estampa más conocida del país, le pongo el nombre de Juan y la hago mía, solo mía. Le saco ese algo que solo yo le puedo sacar, tan personal y tan cierto a la vez. Estoy seguro que todos tenemos nuestro lugar con nuestro nombre, donde nos sentamos y en dos pinceladas vemos la vida en toda su extensión, con lo mejor y lo peor, con toda su intensidad. Tan solo me apetecía compartir el mío con vosotros.

Buenas noches.



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