Y
es que la historia del sheriff Woody es la historia de mi infancia y la de
muchos niños (ahora mozuelos y mozuelas de buen ver) más. De Woody, de Buzz,
del señor Patata (y esposa), de Perdigón… Y a ver quién es el guapo que me dice
que no alucinó con la aparición de Buzz Lightyear en nuestras vidas con su
láser, su escafandra, su nave… O quién no ha deseado tirar de la anilla de
algún muñeco y escuchar “Hay una serpiente en mi booota.”; o lanzarse al vacío
gritando aquello de “Hasta el infinito…”
Pues
con este espíritu infantil caminaba yo ayer decidido al cine a ver la última
entrega de Toy Story, en la que los juguetes favoritos de los niños de todo el
mundo se separan definitivamente del idolatrado y bondadoso Andy. Si ya en la
segunda entrega el tema del abandono de los juguetes, con aquella triste
canción de la vaquera Jessie, hacía que se me removiese el estómago con
incomodidad (y contaba con 8 tiernos años) vivir tan traumática separación con
mis ya no tan tiernos 19 ha sido poco menos que horrible.
No
es tanto el hecho de ver como los juguetes más cachondos del cine dejan marchar
para siempre a su niño, su dueño, el que durante tantos años dio sentido a sus
alocadas aventuras. Es sobre todo porque uno no puede evitar comprenderles a
todos, niño y juguetes, en el rito que simboliza esta última aventura. Yo, como
Andy (al que por cierto he llegado a darme un lejano parecido) también empiezo
(bueno, acabo de empezar este último curso) la universidad y como él también he
tenido que desprenderme de esas últimas cosas de lo que llamamos infancia. También
he aprendido que se acabó eso del malvado doctor Chuleta de Cerdo, de las
fantasías alocadas, del mundo en una caja de galletas usada. Cierto que eso ya
lo desterré hace mucho, pero en estos momentos cuando te das cuenta de que lo
has hecho, de que ya está hecho. De que te haces mayor.
Y
uno tampoco puede evitar (aunque quisiera agarrarse una pataleta monumental en
vez de ello) comprender al viejo sheriff de trapo cuando escucha a la sabia
madre (todas lo son) y entiende él que hay que pasar página, reciclarse, dejar
de ser el que uno siempre ha sido. Y entre las lagrimillas que le salen a un
servidor cuando Andy se marcha en su coche para probablemente no volver a
nosotros nunca más me sonrío pensando que Woody lleva razón: que hay que saber
seguir adelante quedándonos con lo que podemos y dando a los demás lo que ya no
podemos dejar junto a nosotros. Podemos perpertuarnos dando lo mejor que
tenemos a los que vienen detrás.
Así,
espero íntimamente conseguir todas las películas de Toy Story para poder enseñárselas
algún día a mis pequeños y aunque sé que es una tontería, me resbalan las
últimas gotillas por el párpado. Fin, títulos de crédito, me seco los ojos, me
río con las tomas de después, me sonrío más contento que nunca, doy a gracias
a Pixar y salgo del cine tarareando aquello de “you've got a friend in me”.
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