miércoles, 15 de agosto de 2012

Gorditos playeros

Ir a la playa da mucho en qué pensar. Especialmente si uno va a la playa en Castellón, porque va mirando al cielo con el temor de que algún avión extraviado en busca de un aeropuerto fantasma se le estrelle en las narices. Pero ésa no es ahora la cuestión. A la playa se va, más que a cualquier otra cosa, a mirar -y a ser mirado si las circunstancias lo permiten-. Todo eso del baño reconfortante, el tacto aterciopelado de la arena sobre la piel, el descanso del estrés acumulado a lo largo del año y el tomar el sol para prevenir la osteoporosis es un cuento chino. A la playa se va a mirar al prójimo de arriba a abajo. Porque pasar el crudo invierno enfundado en abrigos y calcetines, tirando más de taberna que de chiringuito y pudiendo disfrutar de poco más que del tímido asomar de las pálidas muñecas de nuestros acompañantes se hace muy duro. En la playa uno puede tumbarse a la bartola tranquilamente, pertrecharse tras unas gafas de sol y disfrutar de las vistas. De las piernas interminables, de los culos bien puestos, de los torsos moldeados en el gimnasio durante todo el año, de los ojos arrebatadores del vecino de arriba o de la generosa talla de bikini de la hija de ese matrimonio que viene todos los años y que ha pasado a hacerles una visita veraniega a los padres. Mar también hay en Groenlandia y arenas finas en el Gobi. Pero los esquimales no están para tener que limpiarse las babas.


Bañistas en la playa, de Ernst Ludwig Kirchner


El problema viene cuando uno se pasa demasiado tiempo mirando. Porque los que, como un servidor, tenemos un cuerpo más bien distante de lo atlético -ya sea por fervor gastronómico, por luterana oposición a la práctica deportiva o por ambas cosas-, tirando a lo poco agraciado de verse en desnudez, nos acabamos sintiendo mal con el agravio comparativo ante tanto modelo de ropa interior suelto por la costa. Los primeros días nos situamos secretamente frente al espejo y nos pellizcamos con terror divino los pliegues corporales que brotan aquí y allá. A la semana ya empiezan a rondar los sentimientos de culpa. Que si para qué me habré comido yo aquel churrasco, que quién me mandaría a mí atracarme cual gorrino en la boda de Manolo... y al final se acaba por hacer propósito de enmienda en un vano intento de dejar la vida de gourmet -sin renunciar todavía a la caña de antes de comer, que eso es sagrado- y acaba por amargar hasta la paella de encargo del domingo. Después de la rabieta culinaria llega la pataleta deportiva. Hay que ponerse en serio. En cuanto vuelva a Madrid me pongo a correr todos los días. Y a dar paseos, nada de coche. Igual hasta me apunto a un gimnasio. O me voy con Ramón, que juega todas las semanas un partido de basket -baloncesto, para los de la LOGSE- con los colegas del trabajo. Y cuando encima uno se pone la tele para intentar olvidarse un poco  de la grasa abdominal que le acosa le bombardean con el sarao olímpico. Que si los guapos de la playa te hacen sentir como una manceba surgida de un cuadro de Rubens, los atletas de la antigua URSS para qué les voy a contar. En fin, que al cabo de rumiar todo esto, no puede dejar uno de pensar en lo que va a tener que dejar de comer, los nuevos pasillos del supermercado que va a tener que visitar, todo el esfuerzo físico que se le viene encima, los amigos nuevos que va a tener que conocer en el gimnasio... y le entra el síndrome post-vacacional ése -sea lo que sea- antes siquiera de haberse chupado la consabida caravana de vuelta en la nueva vía de circunvalación que haya inaugurado la señora de Aznar. Pero es precisamente en medio de esta angustia vital cuando se dejan de mirar los cuerpos esculturales y te das cuenta que a tu lado hay sentado un tipo que también tiene cuerpo botijero. Y que el señor que lee el periódico en primera línea -y que claramente no es mucho mayor que tú- tiene unos pectorales sospechosamente caídos, más bien tirando a tetilla. O la chica que pasea por la orilla charlando con la amiga, que ya le están saliendo pistoleras. Entonces el estilo de vida particular ya no parece tan horroroso. Resulta que, después de todo, no todo el mundo posa para Calvin Klein y hay un puñado de tipos aparte de ti que tampoco están para que les saquen en la portada de una revista de fitness. Todo el agobio anterior se borra de un plumazo y se respira con alivio -liberando, de paso, la incipiente barriga- al saber que no se va a tener que renunciar al cocidito de los sábados ni a las cañas de después de trabajar. Ni tampoco va a haber que madrugar más allá de lo que exige lo laboral para darse unos agotadores trotes por el vecindario. Porque está clarísimo que el señor del periódico y la chica que pasea no se van a poner a ello. Y tú, tampoco. Faltaría más.

Esto, en principio, está bastante bien. Evita que nos convirtamos una población enfermizamente vigoréxica, que la gente nos observe todo el rato por nuestra belleza escultural -es realmente molesto- y que se pierda la tradición culinaria en favor de las verduritas hervidas y las galletas de arroz. Por no hablar de qué habrían hecho Imanol Arias y Juan Echanove en los últimos tiempos. Lo más peliagudo viene cuando te das cuenta de que este sofisticado modelo psicológico se aplica a prácticamente todo. Porque cuando a cualquier hijo de vecino le recortan la nómina y está a punto de cantarle las cuarenta al jefe porque no tiene ni para pagarle la mochila nueva al crío, cae en la cuenta de que a Perengánez, que trabaja en la competencia, se la recortaron hace dos meses, así que decide que es mejor dejarlo correr y amoldarse a lo que viene ahorrándose, de paso, la inevitable bronca con el superior. Cuando la vecina del quinto sale de casa dispuesta a encadenarse en el ministerio porque su padre, con graves problemas de movilidad, se ha quedado en la calle y sin ayudas, se encuentra con usted en el ascensor y le comenta que su madre está igual. Comparten las penas, enjugan sus lágrimas y la vecina cambia las cadenas por el carrito de la compra. Cuando el dueño del bar de la esquina decide desgravarse unas cenitas particulares y se siente remotamente mal en su conciencia, recuerda al director de banco que conoció hace un par de meses y le contaba socarrón las virguerías fiscales que se marcaba su contable personal. Y, como si un pase de prestidigitador se tratase, ya no le parece tan mal lo de desgravarse la cena.

Pero el síndrome del gordito playero llega también a las más altas esferas. Cuando los villanos de Bruselas llegan con la lista de los deberes al Palacio de la Moncloa y Mariano Rajoy siente una especie de lejanísima picazón moral en la nuca, acaso no nos mira con una media sonrisilla al vernos así de modositos, de despistados y se siente mejor cuando juega al escondite con nosotros -nos gana su Gobierno por goleada, por cierto-. ¿Acaso no le miramos nosotros esa barba autoritaria y sapiente, llenos de rabia porque vamos camino de morirnos de hambre y, viendo en su desfachatez nuestra inacción, nos perdonamos a nosotros mismos dejándole hacer, engordando la reconfortante barriguita de la miseria? 

Qué resaca vacacional va a ser la de esta crisis...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Jamás se me hubiese ocurrido una comparación mejor que la suya.

Konrad VH dijo...

No me trate de usted, don Juan José, que si no esto va a parecer más formal de la cuenta.