Esta frase lleva semanas rondándome la cabeza. Se me plantó ante los ojos leyendo un libro de Bertas Vías a propósito de Albert Camus ("Venían a buscarlo a él", libro que recomiendo encarecidamente). Berta Vías la ponía en boca de Jacques, que a su vez es una suerte de Albert Camus alternativo. Ese Jacques la usaba para hablar de los mudos. No de los mudos de verdad, sino de esa gente que calla, que mira en silencio. Que nunca dice nada y está en el mundo, tan sublime. Esos que, cuando de repente abren la boca, descubren un mundo desconocido para nosotros. Hablaba el tal Jacques de los humildes, de los que no hacen la Historia, de los que viven historias.
El caso es que me pareció una frase genial desde el primer momento (de hecho, es una frase del propio Camus), y no paro de darle vueltas a sus palabras, de pensar donde podría colocarlas, donde tendrían el lugar que merecen. Porque yo no he conocido nunca a los argelinos y a los exiliados españoles que Camus conoció. Yo no he vivido la violencia como él, ni la soledad como él. No he dormido en Árgel y en una casa perdida en el sur de Francia. ¿Dónde puedo poner esa frase?
Entonces ha venido. Estos últimos días no han sido precisamente los mejores de mi vida. De hecho, y por motivos que no vienen al caso, cuentan entre los peores. Me he sentido (y quizá aún me siento) perdido. Me he perdido a mí mismo, en una de estas cosas en las que no sabes cuando te vas a encontrar, si es que llegas a hacerlo. Me he sentido mal, aliviado, condenado, liberado, mortificado, redimido... Ahora el mundo se me hace grande, demasiado grande para mí. Y he corrido. He corrido sin descanso para encontrar ese lugar donde todo va bien, donde no pasa nada malo. He corrido incansablemente durante dos días para encontrar un refugio. Mi hogar. Y curiosamente, estaba donde siempre ha estado. Estos dos días los he pasado en mi barrio, donde siempre. En las calles que he pisado desde siempre. En los rostros con los que me cruzado siempre. En mis amigos, tan escasos (porque lo realmente bueno siempre lo es), que han estado ahí desde siempre. En los patios de arena donde jugué siempre y en los balancines donde me columpié siempre, con niños redondos abrigados hasta las cejas, intentando alcanzar el cielo mientras sus padres los vigilan en la lejanía de un banco. Como un día hacía yo siempre.
Y en mi casa. Entre las cuatro paredes donde lloré y grité. Por los pasillos donde me durmieron y me amamantaron. Sobre el parqué donde vi el mundo sobre dos piernas por primera vez. En el sofá donde perdí alguna vez las tardes enchufado a una videoconsola. En la cama donde mis padres han vigilado mi fiebre y mi vómito. Mis padres... En ellos, en ellos. En la isla de mi salón, viendo una película con ellos y con mi hermano. Con un bol de palomitas recién hechas y otro de gusanitos naranjas casi rancios. Con mi padre cantando con su pésima voz, con mi hermano achuchando a mi madre hasta el cansancio. Con las charlas de la cena, con el olor que el sábado por la mañana inunda la casa un rato antes de la hora de comer. En el santuario de mi escritorio, donde un día se acumularon construcciones de Lego y cartas Magic. El escritorio que hoy inundan montañas de papeles, que cambió de una pared a otra, que es de la misma madera de cerezo, con las mismas muescas, contadas, inamovibles. En la misma vista desde mi ventana, que cambia sutilmente y sin embargo sigue con una enorme fuente que suena en el centro. En esta casa, en esta familia, en el hogar que quizá es el único que me conoce, porque sus paredes son las únicas que me han visto todo hasta lo más hondo. Como también lo han visto los que la habitan. Como me han velado en lo bueno y en lo malo, como esperan lo mejor para mí cada día de mi vida, desde un sol hasta el siguiente. Esos que habitan este pequeño mundo que es este sexto piso orientado al sur en el que habito, esos que que lo hacen todo sencillo y único. Ellos, dónde nada malo puede pasar, donde todos somos siempre buenos, donde todos podemos ser incluso mejores. Aquí, con ellos tres, tan humanos como todos y tan capaces de trazar el camino para toda una vida en menos de cien metros cuadrados.
Ellos tres, con sus nombres y apellidos, que comparto con ellos, que por sí solos dicen tan poco de nosotros y que significan tanto al otro lado del umbral de la puerta que nos protege. Son ellos. Eran y son más grandes que yo.
Imagen de Yanks4Life23519
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