lunes, 13 de diciembre de 2010

La destrucción o el amor



Decía Vicente Aleixandre en este libro que "Para morir basta un ruidillo, el de otro corazón al callarse." El otro día, y a causa de el estado alucinógeno que siempre causa el estudiar demasiadas horas seguidas, me puse a pensar alrededor de esta frase y empecé a rescatar mi vida pasada (que no es muy abundante). Entre todo el barullo estaban las cosas de las rupturas amorosas, ese momento amargo en que uno, incluso cuando es el que toma la decisión de no seguir adelante, lo pasa tan jodidamente mal. No es que uno haya tenido mil relaciones, pero siempre me llamó la atención la intensidad de esa angustia, y la otra noche me lo volví a preguntar. ¿Por qué?

En principio, supongo que todos (yo incluido) contestaríamos lo mismo: es cosa de la ausencia. Algo parecido a cuando se te muere alguien (salvando las distancias). Recordar los buenos momentos, saber que cuando te gires es persona ya no estará ahí, reacomodar el día a día a la nueva situación... Sí, todo eso es cierto en parte, pero también es verdad que el dolor de la ruptura tiene un componente extra: la ira. La ira, que no la rabia. Ese enfado súbito, esas ganas de emprenderlos a golpes con todo, de mandarlo todo a la mierda, esa mala leche que en el fondo uno siente que va contra sí mismo. Incluso cuando tú quisiste acabar, te enfadas. Te enfadas y te odias. Y sigo preguntándome, ¿por qué?

Y de repente, debido al estado alterado que confiere la vigilia y el Red Bull, la respuesta se me apareció muy sencilla: es el hecho de estar vivos. De sobrevivir a la tragedia. Si mientras vuelas a algún paradisíaco lugar de veraneo con tu familia el avión estalla en pedazos y solo tu sales vivo, ¿qué piensas? Yo debí quedarme allí. Mi lugar no está entre los vivos. Está con ellos. El desamor es algo parecido. Cuando te despiertas a la mañana siguiente, no es la ausencia lo que duele, es el seguir sintiendo. El agua caliente de la ducha, el olor de las tostadas, el frío de la calle, te recuerdan a cada minuto que sigues ahí, en pie, que resistes. Eso es lo más insoportable de todo.

Cuando uno se enamora, se entrega al amor como quien se encomienda a dios o como quien confía ciegamente en sus padres a la tierna edad de los seis años. Te lanzas al vacío más remoto, confiando sin ningún argumento tangible en que el amor sostendrá tu vida, como una suerte de titiritero genial. El final de todo es que dios ha fallado, que lo infalible se ha venido abajo. Y que a pesar de todo, cuando todo debió haber acabado (todo, incluyendo todo) las cosas siguen sucediendo. Lo más duro no es el fin, sino precisamente que el fin no se complete.

Lo amargo de la ruptura no la ausencia del amor, es la inesperada sorpresa de que nosotros mismos somos mejores que aquello en lo que creímos. Lo más doloroso del desamor es que cada uno de nosotros somos insuperables, y habíamos olvidado amarnos a nosotros mismos. Bien podríamos decir, profanando a don Vicente, que "Para morir basta un ruidillo, el del corazón de uno mismo al callarse."



En la imagen "The Ghost of One Who Loved and Lost", de Diana Pinto

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