Son los segundos que tiene un año de nuestra vida. Dicho así suena como si fuese mucho tiempo.Y en realidad es cierto. En un año pasas del instituto a la universidad, de matriculado a licenciado, de soltero a padre casado... En un año aprendemos que el amor no es tan fiero como lo pintan, que ser feliz es un estado relativo, que no conocemos nuestra ciudad tan bien como creemos. Y luego están los años vacíos. Esos años en que los hijos tiran de los bajos de nuestros pantalones, en que los días se suceden el uno al otro como una concatenación irremediable de trivialidades. Esos años que conforman en un fresco casi todo lo que somos y vamos siendo sin darnos cuenta.
Los años son de este modo variables, y a veces son de colores y a veces en blanco y negro. Hay años mudos, llenos de silencios inextinguibles, y otros que contienen tal densidad del algarabía que salimos de ellos aliviados, tomando bocanadas de aire. Hay años recogidos en fotografías de caras sonrientes y otros en que deseamos que nadie nos vea. Algunos años disfrutamos de la compañía de nuestros seres queridos, algunos otros no vemos empujados a un insoportable (a veces necesario) exilio de soledad.
En definitiva, que años hay muchos, y todos son distintos. Cada uno vivimos exactamente uno al año, y la lectura de sus historias sería demencial e imposible. Pero si algo tienen en común todos los años de todos nosotros es que antes o después el calendario marca la misma fecha. Siempre.
Hoy el calendario marca exactamente 6 de diciembre, y hace un año que Juan Lafuente Mendicute, mi antiguo profesor de Matemáticas, nos dejó a causa de un accidente cardiovascular. Los que me conocen un poco saben lo importante que es para mí este suceso, aunque eso ahora no importa demasiado. Hoy no es un 6 de diciembre como el de hace un año. Hoy no está lleno de lágrimas, de esos recuerdos inmediatos, tan sensibleros si se piensa bien, que te acuden en un principio inmediato, en el corazón de la herida. El de este 6 de diciembre es un aire menos caliente, menos húmedo: una extensa sensación de vacío.
El vacío es ese algo, intangible, indefinible, que se adhiere a nuestras manos y a nuestros brazos, discretamente, cada uno de esos 31.536.000 segundos del año. Es una sensación, pero a veces es tan físico y real como una bofetada mojada y fría. Otras veces es una diluida embriaguez, brumosa y confusa, en la que uno se sume poco a poco. Hay ocasiones en las que uno juraría que se rinde y desaparece, cuando de repente aparece tan intenso como el sol en la mañana. Este abismo al principio se compone de cosas ciertas, reales, como Juan garabateando en la pizarra, o dándome una palmada en el hombro, animándome a seguir adelante. Después, solo es un espacio hueco integrado en la propia vivencia, y ahora me doy cuenta de que Juan es como un silencio oportuno en una maravillosa sinfonía.
El vacío es desagradable y doloroso, pero en realidad, mirado de otro modo, es una parte más de todo. Son las rendijas entre las fibras de los tejidos que nos componen. Los años vuelven, al ritmo de una vez al año, y cuando nos detenemos en ciertos momentos a tomar aire en esos espacios, en esos vacíos, solo nos queda después retomar la vida, recitando íntimamente, a modo de mantra, que el recuerdo es fuerte y duradero, casi, casi tanto, como la ausencia.
En la imagen, "Estética del vacío", de Xavier Castillo
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