Hoy al llegar a casa encontré a mi padre y a mi hermano a la
mesa, charlando de las cosas de siempre. Dejé la mochila sobre el suelo del
vestíbulo. Miré la estampa. Eran ya las cuatro de la tarde. Faltaba mi madre.
Al preguntar por ella mi hermano me contestó: Se ha ido al pueblo. Se ha muerto
el tío Miguel. Me quedé tan noqueado que me quedé indiferente, como si en un segundo hubiera dado la vuelta a todos los sentimientos y me hubiera golpeado a mí mismo por detrás.
El tío Miguel era el menor de los hermanos de mi abuelo.
Ayer por la tarde un aneurisma y tres visitas médicas acabaron con su vida para
siempre. Me ha contado mi madre que ya en los últimos momentos se retorcía en
la camilla del hospital gritando me muero, me muero antes de que siquiera los
médicos supieran algo. Ya se sabe que los hombres de campo, según dicen, tienen
esa sabiduría innata que da la naturaleza.
Como estaba diciendo, el tío Miguel, don Miguel Cob, era el
menor de los hermanos de mi abuelo. Como mi abuelo, empezó a trabajar desde los
12 años en ese lugar tan natural y poco agradecido que por aquí solemos llamar “el
campo”. Trabajó toda su vida, y trabajó mucho: en la viña, en el campo, en la
Michelín… Trabajó y pese a todo recorría ocho kilómetros diarios, ya fuese un
tórrido junio o un glacial febrero, andando por el camino que llevaba desde la
finca que mi bisabuelo guardaba, donde todos vivían, hasta el pueblo, donde
asistía religiosamente (nunca mejor dicho) a las clases en la escuela de los
frailes. Trabajó, como decía, mucho y más, pero nunca jamás olvidó la
importancia de la educación, como no recuerdo que nunca haya hecho nadie de mi
familia (aún recuerdo como mi abuelo devoraba libros sin descanso, ya en sus
setenta y muchos y sin título oficial alguno).
No puedo decir que conociera mucho a mi tío Miguel. La
familia del pueblo es algo así como un rudo retrato de antepasados y de épocas
absurdamente distintas, tanto más cuanto más se retrotrae uno en las
generaciones. Una especie de ilustración apergaminada de personas que no
cuadran en una vida irremediablemente urbana. Una suerte de anacronismo brutal
plagado de manchas de un inacabable campo castellano. En todo caso, para
resultarme algo así como un recuerdo feliz de mi madre o una fotografía que
cambia con el tiempo, la muerte del tío Miguel me ha turbado hoy extrañamente.
Puede que sea porque el tío Miguel era el vivo retrato de mi
abuelo. Nadie podía negar que eran hermanos, desde luego. Como mi abuelo, se
quedó en el pueblo, se quedó junto a sus raíces, y verle caminar por las calles
y los bares verano sí, verano también, era una especie de letrero gigante,
cálido, inabarcable, que decía suave y firmemente todo sigue bien, las cosas
que fueron seguirán siéndolo, tal y como las recordamos. Y las cosas que fueron,
en realidad, nunca serán otra vez.
A lo mejor me turba porque es él quién se ha ido. El tío
Miguel, con ese carácter imbatible y profundamente castellano, nos guste o no,
de los Cob, que nos dibuja como si fuésemos capaces de aguantar el más brutal
de los huracanes, que nos figura como enormes encinas fijas y constantes en la
seca e impía llanura de Castilla, un daguerrotipo de una fortaleza humana. A lo mejor es porque verle partir es como si
todas las embestidas, las fuerzas, los empujones, la bravía que corre por
nuestra, por mi sangre, no fuesen más que arena y humo.
Claro que bien pensado igual lo que me ronda la cabeza tan
sombríamente es que su muerte sea lo que junte a tanta gente de la familia,
como si hubiésemos perdidos todos nuestros lazos hasta un punto tan terrible
que tenemos que acudir a los rituales necrológicos para poder mirarnos a la
cara y saber qué es de nosotros, qué ha sido de nuestros momentos en común, de
nuestros sueños. Es como asumir que estamos más perdidos y desconectados de lo que podríamos estar dispuestos a admitir.
Tal vez todo sea por si su dios le servirá de algo después
de todo. Por si una vida de trabajo, de esfuerzo, de penurias, realmente no
lleva a nada más que a la tierra. Por si pudiese haber sido. Por si acaso.
Y sin embargo, estoy seguro de que es por todo eso pero la
sombra que me pesa dentro no es sobre eso. No es sobre él. No es sobre el
trabajador, sobre el padre, sobre el castellano. No es sobre la familia o sobre
los recuerdos. No es sobre el tiempo ni sobre dios. Es sobre que al final
nuestros cuerpos son finitos. Es sobre que nos desgastamos. Es sobre gente
borrándose, difuminándose. Es sobre una fuerza tremenda perdiéndose entre el
vapor y la velocidad. Es sobre una ausencia tremenda y firme.
Al final de todo,
creo que es, más que cualquier otra cosa, sobre la muerte.
En la imagen, la iglesia de La Horra, el pueblo del tío Miguel, mi pueblo. Por ruhey
1 comentario:
Me ha encantado. Y además, me he sentido muy identificado...
Estos médicos qué bien escriben :)
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