Buenos días/tardes/noches, zagales. ¿Cómo va eso? Ya, ya sé que por aquí no he vuelto a pasar desde los tiempos antediluvianos, pero es que soy un hombre ocupado: orgías con rubias despampanantes, recepciones de la aristocracia, cumbres mundiales, campeonatos de tute subastao... en fin, qué os voy a decir que ya no sepáis. Sin embargo, os traigo una investigación espeluznante y acojonante sobre uno de los organismos más extraños, increíbles y singulares sobre la faz de la tierra: los funcionarios.
Los funcionarios, efectivamente, son esos señores (y señoras, no se crea usted) que trabajan para ese que llaman “Papá Estado” y aparentemente son como cualquiera de nosotros: se levantan por la mañana, van a trabajar, vuelven a sus casas, visten como nosotros, andan como nosotros, compran donde nosotros... pero no son como nosotros. Para comprobarlo basta pasarse por cualquier edificio de la Administración (léase central, regional o local) y prepárese para la aventura de su vida.
Primero, el funcionario se caracteriza por necesitar desayunar en repetidas ocasiones, en vez de una sola como el resto de los mortales. El funcionario desayuna un café en su casa, desayuna en cuanto llega a su lugar de trabajo y desayuna a media mañana (preferentemente coincidiendo con el horario de aglomeración máxima de usuarios desesperados). Naturalmente tamaña ingestión de desayunos provoca unas digestiones que ríase usted de la anaconda cuando se come al explorador inglés. Para ayudar al farragoso proceso de procesar los tres cafés, los dos croissants y la tostada (mínimo) el funcionario requiere de litros y litros de agua. De hecho, si observas bien, todo funcionario trabaja adosado a la botella de agua homologada de litro y medio. El funcionario siente la imperiosa necesidad de echar un trago cada vez que alguien se acerca a su ventanilla, alargando así la eterna espera de los ciudadanos. Y no solo eso, sino que el funcionario agota la botella y tiene que ir a rellenarla inmediatamente (es cuestión de vida o muerte) siempre cuando va a atenderte a ti (no a cualquiera no, a ti). Además, mantengo la teoría (aún sin verificar) de que debe ir a rellenarla al manantial más alejado del punto donde se encuentra (o sea, si estás en Madrid, pues se va a Lanjarón) lo que hace que tarde en rellenar la botella sabe dios cuánto tiempo. (El agua del grifo no vale, caca).
Evidentemente, con tal dieta, combinada con el metabolismo del funcionario, el mismo tiene una longevidad media de chorrocientos años (cifra calculada por mí ayer por la noche mientras estaba de farra), lo que explica su relativo concepto del tiempo en comparación con el nuestro. Puede que para usted perder toda una mañana sea una tragedia pero, ¿qué es eso en la vida de un funcionario? Nada. No importa cuanto desesperes, patalees, llores, y grites: los papeles de cada cual deben ser sometidos a consulta, reconsulta, combrobación, contracomprobación, verificación, y examen detenido, aunque uno esté pidiendo papel higiénico porque tiene una urgencia. Y no solo eso, no, es que además, basándose en sus miedos primigenios, tienen una terrible superstición: no pueden n ser visibles más allá de las dos de la tarde. Ya puede acabarse el mundo, ya puede haber una anciana muriéndose en su ventanilla, ya puede habérselo acabado la botella. Ventanilla cerrada y vuelva mañana.
Además, según la Neuroscience and Brain Association (o algo así), la memoria del funcionario es corta, lo que explica que necesite saber tu nombre cinco veces, tu DNI seis, tu fecha de nacimiento tres y después tu edad. Aunque lo ponga en el papel que acabas de etregar.
También es digno de analizar el hábitat del funcionario. Aunque éste vive en un piso (o lo que sea) como todo hijo de vecino, el auténtico hogar del funcionario es su oficina. Son lugares preferentemente de muchas plantas (cuántas más, más vueltas dan los usuarios y más agua pueden beber), de muchos pasillos y de multitud de departamentos. Además, ninguno e dichos departamentos se encarga de aquello que estás buscando hasta que te has recorrido todos los demás, momento en el cual el primer departamento que visitaste se ocupa (previo rellenado de botella) de tramitar tus asuntos.
Sin embargo, ¿cómo es posible que semejantes organismos, de costumbres relajada y pachorra infinita controlen de tal manera nuestro preciado tiempo? Porque hace eones, cuando los demás nos arrastrábamos por el mundo como vulgares primates, ellos inventaron el arma definitiva: el sello. Cada funcionario controla una media de siete sellos: el sello del centro, el de la comunidad, el de la ventanilla, el del funcionario, el sello de verificación del sello y el sello de homologación de los demás sellos, además del supersello, que casi nunca utilizan. Los sellos, amigos, nos son necesarios para poder pedir dinero, dar dinero, ingresar dinero, tener un nombre, poder ser curados, poder ir al súper, etc. Sin el sello no somos nadie y por eso el funcionario es vital en nuestras vidas y hemos de arremolinarnos en torno a su ventanilla sin esperanza alguna de poder salir de allí.
Así que ya lo saben, nunca jamás solivianten a un funcionario, porque él tiene el sello y a usted solo le tocará... esperar.
Gracias por su atención.
Voy a rellenar mi botella de agua.
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