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sábado, 20 de marzo de 2010

Morir lo cambia todo



El cáncer también. Cuando dicen cáncer es como si te endosasen una nominación ineludible. Si los Oscar los organizara Tim Burton, antes de decir el nombre del ganador se oiría la voz del presentador de turno, lúgubre: cáncer. Cuando se oye la maldita palabra, incluso si solo resuena desde la lejanía, las cosas dejan de ser las mismas.

Y si no, que le pregunten a mi abuela. Cuándo le dijeron cáncer, ella dejó de escuchar las palabras del médico. No le he preguntado, pero seguro que ni siquiera sabe donde lo tiene. Ella solo oyó “cáncer”, “quirófano”, “extirpar”… Sobre todo “cáncer”. Esa palabra resuena en su cabeza mientras recuerda a Manolo, su sobrino, el que a los 40 años dejó destrozada a su esposa y a toda la familia por culpa de otro tumor. Se le escapa una lágrima, no sabe si porque recuerda a su sobrino favorito o porque ahora ella le va detrás. Afortunadamente no escucha las palabras “puede reaparecer” o “nada es seguro”. A los nietos nos tocará explicárselas después en su dormitorio.

Aparte de todo eso, ¿por qué dará tanto miedo la palabra cáncer? Será porque es la nueva cara de la antigua palabra “muerte”. Es como la certificación de que existe un fin. Saber que miles de personas mueren cada día, ver como nuestros seres queridos desaparecen, en vez de concienciarnos de que todos tenemos fecha de caducidad, parece que nos insensibiliza. Hasta que llega ese segundo de inmensa tristeza. Y no es que en sí el cáncer tenga que ser letal, después de una extirpación si la cosa va bien puede que se olvide el fatídico asunto para siempre. Pero ya sabes, con mayúsculas, que vas a morir, que es inevitable. Lo sabes como nunca has podido saberlo. Y eso lo transforma todo.

Por eso mi abuela ya no se levanta pronto para pasear con mi abuelo ni se lanzan puyitas llenas del amor de más de 50 años. Por eso ya no hace migas los domingos. Por eso ahora después del café matutino no se va con Rosa a tomar un chocolate (Rosa se toma un anís), sino que se queda en casa llorando durante horas hasta la hora de comer. Por eso mi abuelo ya no sonríe sino que se sienta junto a ella a vaciarse de lágrimas. Por eso ya nunca tienen una interminable anécdota que contarnos a los nietos. Por eso sonríen seriamente para no preocuparnos mientras se derrumban por dentro. Los que la queremos no podemos aguantar esa nueva perspectiva de cada día, y lloramos en silencio, todos los hijos y nietos, una vez por semana en un oscuro salón de un suburbio de Madrid.

Se pregunta para qué todo esto. No se engaña con familias felices, altercados políticos, trabajos dignos y días de sol primaveral. Mi abuela se pregunta, por primera vez en toda su vida,  por qué decidió siempre seguir adelante si al final era verdad que todo se acaba. 

Y es que morir lo cambia todo.