"Un gran poder conlleva una gran responsabilidad". Ésta es la frase que el tío Ben le repetía con solemnidad a un joven Peter Parker antes de ser acribillado a balazos por el ladrón que el propio Peter había dejado escapar unas horas antes, dando lugar así al nacimiento a una de las mayores leyendas comiqueras superheroicas de todos los tiempos: el increíble Spiderman. Y aunque no va de cómics la cosa, lo cierto es que esta frase está incrustada en los cerebros de un buen puñado de generaciones, ya sea por la pluma maestra de Steve Ditko, las series animadas para televisión o la insípida interpretación de Tobey Maguire en la gran pantalla. Sea como fuere, nunca siete palabras hicieron tanto por construir nuestra ética.
La consabida frase viene a recordarnos una y otra vez que cuando nos situamos (o nos sitúan) en un puesto desde el que ejercemos el poder, ya sea de jefe del departamento de baños del IKEA de Alcorcón o de jefe de Cirugía Cardíaca del Hospital de La Paz, tenemos que tener mucho cuidado con lo que hacemos: no debemos usar nuestro poder en beneficio propio, no debemos usarlo para hacer favores personales, no debemos propasarnos y ejercer el poder contra los subordinados, debemos ser consciente de las importantísimas consecuencias de nuestros actos... En definitiva, que aún cuando podemos hacer lo que queramos no debemos hacerlo ni dejarnos guiar por intereses egoístas. Esto podría llevarnos a conclusiones erróneas y pensar así que los máximos poderes de la nación, desde los miembros del Gobierno hasta los grandes bancos y empresas, son responsables en estado superlativo y hacen un exquisito y limitado uso de poder. Nada más lejos de la verdad: cuánto más ascendemos en la escala de poder, tanto más absurda y falsa se vuelve la consigna y tanto más se parecen los Spiderman al Doctor Octopus.
Pero no es esto de lo que venía hablar. Lo curioso de esta famosa frase es que siempre la leemos en el mismo sentido, el restrictivo, cuando perfectamente podría leerse en el contrario: "una gran responsabilidad conlleva un gran poder". Porque si lo que nos lleva del poder a la responsabilidad es la capacidad de influencia de nuestras acciones sobre otros (y el peligro que puede suponer esto si no se controla), del mismo modo el que desempeña un papel de gran responsabilidad bien por la importancia de sus acciones, bien por su influencia sobre otros, tiene un gran poder del que muchas veces es ignorante.
Un buen ejemplo de todo esto es el reciente jaleo a propósito del intento de zarpazo al Hospital Universitario La Princesa de Madrid por parte del gobierno autonómico. Ante la intención del presidente de la Comunidad de Madrid de convertir un hospital puntero en un hospital geriátrico (bajo el elegante eufemismo de centro de alta especialización para pacientes ancianos, que a saber lo que significa) los trabajadores del hospital han lanzado una protesta que después se ha convertido en un encierro y que ha resonado por los centros de todo Madrid: más de 200.000 firmas y otros 13 hospitales de la comunidad encerrados, todo ello bajo la amenaza, ahora ya confirmada, de un paro a final de mes. Sólo esto ha sido suficiente para que el Gobierno autonómico echase atrás sus planes para con La Princesa. Nada de huelga, nada de manifestaciones ni movilizaciones masivas. El mero rumor lejano de la furia del personal sanitario ha hecho echarse atrás a quienes no han dado jamás su brazo a torcer durante ya nueve años de asalto sistemático a los servicios públicos. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo quienes no se amedrentaron ante profesores o empleados de transporte público han claudicado ahora en apenas unos días? Quizá es porque los sanitarios tienen en sus manos la vida de las personas, porque son responsables de esas vidas. Si la mujer que te trasplantó un corazón salvándote la vida in extremis o el enfermero que cuidó de tu padre sus últimas horas salen a la calle y gritan que algo va mal, es probable que te pares a pensar que llevan razón. El fuerte vínculo que supone compartir la vivencia de la enfermedad es una poderosa arma que permite llegar a lo profundo del letargo de las personas.
Este fenómeno nos enseña que no podemos cargar con las responsabilidades que nos otorgan como una cruz, sino que debemos enarbolarlas como una bandera. A menudo el trabajo nos cae encima como una pesada losa, especialmente para aquellos que soportan grandes presiones, ajenas y también propias, por la naturaleza de su labor (médicos, bomberos, profesores...). También a menudo los intendentes, gestores, comisionados, secretarios, directores generales y prebostes vienen a recordarnos lo arduo de nuestra tarea, lo pesado de nuestra posición, la obediencia debida que supone. Pero lo cierto es que lo que hacemos en nuestra vida no es un estigma, es nuestra esencia. Cuánto más importante es, más poder nos otorga. Y rechazar ejercer un poder que te pertenece es tan obsceno como apropiarse de otro que no te corresponde. Es verdad que tenemos un millón de ojos encima para vigilarnos, pero también están ahí para estar atentos a nosotros, escucharnos y seguirnos dado el momento. Y los que están al otro lado lo saben. Por eso se esfuerzan en hacer de nuestro trabajo una carga. Pero lo cierto es que no sólo tenemos la severa responsabilidad de atender enfermos, transportar alimentos o educar niños, sino que también tenemos el maravilloso poder de hacerlo de la manera que consideramos justa y luchar porque así sea. Después de todo, si somos anónimos y estamos enmascarados, ¿por qué no vamos a poder ser superhéroes?
En la imagen, "Retrato del Doctor Boucard" (1928) de Tamara de Lempicka
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