"Homeless man in Tokyo" de Tony Waghorn |
Hace una semana yo seguía de exámenes y, como buen estudiante, vivía en la biblioteca (me pregunto para cuándo una sección de hospedería en las facultades). Y cuando digo vivir no exagero: desayunar, comer, echar una siesta... y también hacer los quehaceres propios de la fisiología digestiva de uno. Y fue en uno de estos arrebatos cólicos que me dirigí a uno de los baños de la Facultad de Medicina (los que están en la primera planta, junto al Departamento de Medicina Física. Los oriundos de la zona sabrán de qué les hablo). Los elijo porque normalmente están solitarios y poco frecuentados, lo que viene a querer decir que están más limpios lo cual, hablando de un baño público, siempre le hace ganar enteros.
Cuál fue mi sorpresa cuando, al entrar, lo que encontré distaba mucho del baño impoluto y desierto que esperaba: junto al único lavabo de la sala, una bolsa de deportes cargada de todo tipo de ropa. Un par de camisetas, algún pantalón... todo ello abigarrado y comprimido dentro de la bolsa. Entre los trapos sobresalían un par de botes de champú y un frasco de colonia, de esa marrón que va dentro de un frasco de cristal esmerilado y podría perfumar a media ciudad con una sola rociada. Sobre el lavabo, fuera de la bolsa, una toalla blanca con los rebordes grises se dejaba caer hasta el suelo y encima descansaba una ajada pastilla de jabón amarillento y una esponja todavía húmeda.
Mi asombro fue mayúsculo. Esos baños no son precisamente un vestuario de gimnasio. Un lavabo, tres someras cabinas con sus respectivos retretes y una ventana para dejar entrar la luz y el aire. No es precisamente el tipo de lugar donde alguien se dedicaría a practicar su aseo personal, ni a quitarse el sudor de encima después de una sesión de entrenamiento. De este modo, en mi aturdimiento inicial miré rápidamente (en los sitios pequeños no se puede mirar de otro modo) a izquierda y derecha, buscando al dueño de la enigmática bolsa de deporte. En principio, ni rastro. Después, mirando con más detenimiento, lo vi: en la primera de las cabinas había alguien. Me acerqué. No con intención de hacer una redada ni nada parecido, es que de todas maneras tenía que usar uno de los retretes. Cuando casi estaba en la puerta de la cabina, salió. Por la puerta entreabierta asomó una cabeza enjuta y menuda. Llena de arrugas y con el moreno cenizo del que se deja arrastrar día tras día por las calles. Un bigote gris bien cuidado cubría unos labios fruncidos. Le miré. Me miró. No había en sus ojos la mirada abstraída de pupilas dilatadas que se puede ver por ahí en tantos hombres que se han ido dejando la vida por los rincones más innombrables. Tampoco tenía el brillo de la terrorífica libertad que tiene el loco. En su mirada se podía leer sólo una cosa de manera inequívoca: vergüenza. Me miraba a sabiendas de que yo, en cierto modo, pertenecía a aquel lugar y, por tanto, estaba profanando mu casa. Me miraba pidiendo disculpas sin hablar por estar allí, dónde él no tenía ningún derecho a entrar, haciendo las tareas propias de la intimidad del hogar, no de un baño para alumnos. Él no dijo nada. Yo tampoco. Me quedé mirando todavía unos segundos que se hicieron inacabables. De repente vi como sin lugar a dudas la vergüenza se transformó en miedo. Un miedo atroz. Pude escuchar en aquel silencio los pensamientos que en ese momento cruzaban en su cabeza: "Avisará a alguien. Yo no debo estar aquí. Vendrá algún bedel. O alguien de seguridad. Me harán recoger todo. A lo peor avisan a la policía y tengo que volver a una comisaría. No quiero molestar. Que me dejen irme y ya está." Sus pequeños ojos hinchados me gritaban todo ese terror con tal estridencia que me quedé paralizado. Naturalmente, yo no pensaba llamar a nadie. Bastante tenía ya el pobre hombre con tener que estar lavándose allí. No supe qué decir, pero quería dejar de aterrarle de esa manera. Entonces moví los labios inconscientemente y dije "Tranquilo, no se preocupe". Me fui a la siguiente cabina, hice la tarea propia del lugar y me fui. El hombrecillo permaneció escondido en la cabina hasta que me marché.
Tranquilo, no se preocupe... No podían existir palabras con menos sentido para la ocasión. ¿No se preocupe? Un hombre adulto, con buen aspecto, con pinta de tener capacidad para ser autosuficiente, se veía en un baño de una facultad lavándose con una toalla asquerosa. Seguramente sí que tenía de qué preocuparse. Y no era una preocupación menor. No tener casa es como para quitarle el sueño a uno. El sueño y la vida. Pensando en todo esto, volví a mi sitio en la biblioteca y me senté, con la cabeza en un lugar muy lejano de aquellos infumables apuntes de fisiopatología respiratoria.
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No pretendo con este relato hacer apología de nada, ni alardear de sensiblería barata, ni apelar al corazón de nadie para lograr perversos fines. Porque lo peor de esta historia no es lo que cuenta, es el mismo hecho de que ocurrió. Y nunca debería haber ocurrido. Ese hombre seguramente tenía un trabajo y una casa (precaria, quizá) hasta hace pocos meses, y ahora va merodeando por los lavabos de Ciudad Universitaria para asearse. Quizá no va a los albergues porque tiene miedo de la gente que ronda por allí o porque aún está demasiado lúcido como para olvidar quién fue y compartir baño con los desheredados le hace sentir una humillación espantosa. Llevamos nuestra vida diaria corriendo de un lado para otro, muy pegaditos a gente que ayer tenía un techo bajo el que cobijarse y un trabajo al que acudir. No estoy hablando de grandes conspiraciones internacionales, de un primer mundo que se llena el buche mientras en un remoto lugar del planeta la gente muere de hambre (eso daría para otros muchos relatos). Estoy hablando de que en un lugar en el que supuestamente el poder sale de nosotros mismos estamos colocando en el poder (o dejando que se coloquen, que viene a ser lo mismo) a gente que no tiene escrúpulos en dejar que, mientras unos pueden ducharse con agua caliente, otros tengan que estar rondando baños ajenos para intentar disimular lo inhumano de su condición. Y a nosotros no se nos ocurre que otra cosa que mirarlo todo con la misma cara de imbécil que puse yo en aquel retrete y musitar "Tranquilo, no se preocupe".
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