Hace un par de días, en mi
tranquilo y habitual navegar matutino por la red, una noticia me dio la vuelta
al corazón. Se trata del cierre del Teatro de Cámara Chéjov de Madrid. Pero
claro, habría que empezar contando el principio, ahora que lo pienso. Me
disculparan el desorden, pero uno solo se pone a escribir cuando algo le da
mucho que pensar, y eso siempre hace difícil el organizarse.
El caso es que un día, de
repente, apareció en Madrid. Y, como hacen los hombres buenos, que son
generosos, cogió la nieve del Cáucaso y los telones moscovitas, los apretó muy
fuerte en la mano y nos dejó el corazón del teatro ruso en un rincón de
Lavapiés: el Teatro de Cámara Chéjov. Iban a empezar entonces los años 80 en
este país, confuso y retrasado, y Gutiérrez quiso dejarnos un bonito jardín.
Hoy, más de 30 años después, la Comunidad de Madrid ha recortado en 40.000 € la
subvención al teatro y, sencillamente, tiene que cerrar. Es fácil de
comprender: las cuentas salen negativas y ya está. Fin.
Contado así, lo cierto es que el
asunto no parece tan grave ni tan trágico como para ponerse a escribir sobre
ello. Puede que no lo sea. Pero en el fondo lo es. No solo porque cierro los ojos
y me veo en la entrada –esa entrada que es como una pequeña casa, amable y
profunda- y se pinta un cuadro que me hace llorar de rabia, de frío, por una de
esas tantas historias perdidas de la vida –y que, como siempre, son el motor de
estas como de todas las palabras. No solo porque Chéjov diseccionaba la
realidad con la misma habilidad con la que trataba a sus pacientes y quizá por
ello me vea –o quisiera verme- reflejado en el rostro del viejo dramaturgo, y
cerrando sus puertas me cierran los sueños lejanos. También es porque el cierre
del Teatro de Cámara Chéjov será una de esas clásicas historias: un padre tan admirable
como cariñoso, una chispa de genio condensada en cuatro paredes, un hijo que se
hace un hueco en la impía Madrid a base de guiones en cirílico… Y al final,
como todas las grandes historias, un hijo con el mundo a sus pies que muere
inadvertido entre el frío siberiano y el tropel de gente pasajera, que nunca
pudo comprenderlo ni alcanzarlo.
Mientras tengan oportunidad,
pasen por el Teatro de Cámara Chéjov (San Cosme y San Damián, 3, Madrid, junto
al Museo Reina Sofía) que ahora pone en escena “Las noches blancas” de Dostoievski,
y disfruten de un maravilloso espejismo. Se garantiza que no lo olvidarán.
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