viernes, 3 de febrero de 2012

Chéjov y el frío de Siberia




Hace un par de días, en mi tranquilo y habitual navegar matutino por la red, una noticia me dio la vuelta al corazón. Se trata del cierre del Teatro de Cámara Chéjov de Madrid. Pero claro, habría que empezar contando el principio, ahora que lo pienso. Me disculparan el desorden, pero uno solo se pone a escribir cuando algo le da mucho que pensar, y eso siempre hace difícil el organizarse.

El Teatro de Cámara Chéjov es el hijo –el favorito, hay que decir- de Ángel Gutiérrez. Supongo que con este nombre no les salta ninguna chispa en sus cavernas craneales. Es lógico. Gutiérrez es uno más de esos injustamente olvidados por la cultura española, tan fascinante como traidora. Él nació no sé qué año y, a decir verdad, tampoco sé dónde. Poco importa, porque de un día para otro se vio en un tren –quizá fuese un barco- hacia la Rusia de papá Iosif. Y pasó de la guerra al frío, y decidió defenderse de la una y del otro como hacen los grandes hombres: con el teatro. Obviaré los detalles de nombres de grandes maestros y de grandes teatros en los que Ángel estudió y trabajó, porque son parte de un universo que ni ustedes ni yo alcanzamos siquiera a comprender –imaginen para intentar escribirlo.

El caso es que un día, de repente, apareció en Madrid. Y, como hacen los hombres buenos, que son generosos, cogió la nieve del Cáucaso y los telones moscovitas, los apretó muy fuerte en la mano y nos dejó el corazón del teatro ruso en un rincón de Lavapiés: el Teatro de Cámara Chéjov. Iban a empezar entonces los años 80 en este país, confuso y retrasado, y Gutiérrez quiso dejarnos un bonito jardín. Hoy, más de 30 años después, la Comunidad de Madrid ha recortado en 40.000 € la subvención al teatro y, sencillamente, tiene que cerrar. Es fácil de comprender: las cuentas salen negativas y ya está. Fin.

Contado así, lo cierto es que el asunto no parece tan grave ni tan trágico como para ponerse a escribir sobre ello. Puede que no lo sea. Pero en el fondo lo es. No solo porque cierro los ojos y me veo en la entrada –esa entrada que es como una pequeña casa, amable y profunda- y se pinta un cuadro que me hace llorar de rabia, de frío, por una de esas tantas historias perdidas de la vida –y que, como siempre, son el motor de estas como de todas las palabras. No solo porque Chéjov diseccionaba la realidad con la misma habilidad con la que trataba a sus pacientes y quizá por ello me vea –o quisiera verme- reflejado en el rostro del viejo dramaturgo, y cerrando sus puertas me cierran los sueños lejanos. También es porque el cierre del Teatro de Cámara Chéjov será una de esas clásicas historias: un padre tan admirable como cariñoso, una chispa de genio condensada en cuatro paredes, un hijo que se hace un hueco en la impía Madrid a base de guiones en cirílico… Y al final, como todas las grandes historias, un hijo con el mundo a sus pies que muere inadvertido entre el frío siberiano y el tropel de gente pasajera, que nunca pudo comprenderlo ni alcanzarlo.



Mientras tengan oportunidad, pasen por el Teatro de Cámara Chéjov (San Cosme y San Damián, 3, Madrid, junto al Museo Reina Sofía) que ahora pone en escena “Las noches blancas” de Dostoievski, y disfruten de un maravilloso espejismo. Se garantiza que no lo olvidarán.

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